El odio a los intelectuales

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Fernando Mires

Los artículos de opinión tienden a retroalimentarse. Bastó que alguien escribiera que el triunfo de Trump representa una rebelión en contra de las élites progresistas (del establisment dicen otros) para que cientos de articulistas repitieran lo mismo. Pocos repararon en el hecho de que Trump también viene de las élites.

No todos los norteamericanos tienen tantos billones en su cuenta como Trump. Si es cierto que Trump emerge en contra de determinadas élites, se trataría entonces de una contradicción inter-elitesca. Quizás ahí está el nudo del problema. Las élites económicas se levantaron a través de Trump en contra de otras élites, las intelectuales (y sus representaciones feministas, anti-racistas e igualitarias).

Para nadie es un misterio que la enorme mayoría de los representantes del arte y del pensamiento se pronunciaron públicamente en contra de Trump y a favor de Clinton. Menos misterioso resulta el hecho de que el discurso predominante de Trump hubiera sido abiertamente anti-intelectual. El mismo se ufana con orgullo de no ser un intelectual. Es un sentimiento compartido. Los intelectuales detestan a Trump. El conflicto está programado.

Anti-intelectuales son también muchos seguidores de Trump. Trump ejerce un liderazgo sobre un odio atávico a los intelectuales. Odio que se encuentra en estado latente en todos los órdenes sociales del planeta. Odio que de pronto irrumpe haciéndose presente con inimaginada furia sobre la superficie de la política.

Nada nuevo bajo el sol. Desde que en la bella Atenas los notables de la ciudad no dejaran a Sócrates otra alternativa que no fuera el suicidio, el odio a los intelectuales ha sido más importante de lo que se piensa en la historia universal. No solo la lucha de clases como intentaron enseñar los marxistas, ha movilizado a grandes multitudes. El poder tiene muchas caras. La económica es solo una. Más importante que la lucha económica parece ser en los EE.UU. de hoy, la lucha cultural. Un choque de culturas en una sola nación.

Existe el poder político, el poder religioso y, por cierto, el poder representado por los propietarios del saber. Y así como los propietarios del poder económico han sido odiados por los pobres del dinero, los propietarios del poder cultural, los intelectuales, han sido odiados por los pobres de espíritu. Odio que no es vertical ni horizontal sino transversal. Odio que une a pobres y ricos cuando es dirigido en contra de los que saben y piensan. Odio que incluso se expresa en la vida cotidiana.

Los intelectuales que por casualidad han compartido reuniones sociales con los dueños del dinero, han sentido ese odio en su propia piel. A la inversa, cuando un representante de la vida económica cae en una reunión de intelectuales, suele sentirse discriminado por esos personajes raros que hablan un lenguaje críptico, comentan autores desconocidos, ven películas extrañas, escuchan música sin ritmo.

Sucede también al interior de muchas familias. Ha habido empresarios que habiendo tenido un hijo intelectual lo han sufrido como si sus esposas hubieran parido a un anormal o —en el idioma de ellos— a un marica. Hay ejemplos que han hecho historia. Dos nombres muy dispares vienen de pronto a mi mente. Uno es el de Franz Kafka. El otro, el de Mario Vargas Llosa.

El padre de Franz, Herman Kafka, llegó a ser un gran empresario. Hombre de fuerte personalidad, autoritario, orgulloso de sí. Franz se sentía a su lado como una persona indigna e insignificante. Pese a que hacía lo imposible para que el padre aceptara sus debilidades físicas, su timidez innata, su carácter distraído, Herman solo deseaba que Franz fuera un empresario exitoso. LaCarta a mi Padre escrita por Franz Kafka es un documento desgarrador. Debería ser leída por todos los psicoanalistas del mundo.

El joven Franz escribía a escondidas, casi como avergonzado, sintiéndose como un “insecto” (así se autodescribe en La Metamorfosis). Incluso pidió a su amigo íntimo, Max Brod, que después de que él, Franz, muriera, quemara sus escritos. Afortunadamente Brod no lo hizo. Fue quizás la no-acción más importante de Brod. Sus escritos, en verdad, no son gran cosa.

La grave psicosis que desató en Franz la omnipotencia anti-intelectual del viejo Kafka fue en cierto modo causante de la enigmática literatura que nos legó el joven Kafka. Relación edípica fallida que sobredetermina a El Castillo (a lo no accesible) y a El Proceso (a la culpa de ser). Así como sus breves cuentos, testimonios de una vida lastimada, pero sublime como pocas.

El padre de Vargas Llosa, Eliécer, al igual que el de Franz Kafka, era un anti-intelectual por excelencia. La relación entre el joven intelectual y su padre —cuenta Vargas Llosa— fue tortuosa. Si no hubiera sido por el cobijo de la madre, la niñez y juventud de Mario habrían sido un infierno.

Don Eliécer envió a su hijo de 14 años a la Escuela Militar Leoncio Prado, en el Callao. “Para que se hiciera hombre”. Esa experiencia fue un suplicio para Vargas Llosa. Pero también fue su lugar de resistencia. Para defenderse de la estupidez cuartelaria, Mario comenzó a leer y a escribir como loco. Tuvo la suerte de tener entre sus profesores a un poeta surrealista, César Moro, quien aparte de impartir clases de francés, fue su primer guía literario. Su primera gran novela La Ciudad y los Perros, en donde describe la brutalidad de la educación militar, fue también una venganza del joven Vargas Llosa en contra de la dictadura anti-intelectual ejercida por su padre.

A diferencias de Franz Kafka, Vargas Llosa dio la batalla edípica. Más aún, logró derrotar a su padre en su propia salsa. El Premio Nobel se convertiría en ese millonario que nunca llegó a ser don Eliécer. Incluso, hoy, con más de 80 años de edad, Mario Vargas Llosa es un personaje de la “sociedad del espectáculo” a la que una vez tan duramente criticara.

Como ha ocurrido con muchas personas, para derrotar el imago (Jung) del padre interno, Vargas Llosa tuvo que asumir parte del Sobre-Yo de ese mismo padre. Eso no lo pudo hacer Kafka. Sin embargo, ambos escritores, tan diferentes entre sí, han demostrado a través de sus respectivas biografías que el odio hacia los intelectuales no solo es social y cultural. Es, además, intrasocial, intracultural, intrafamiliar. A veces lo mamamos.

Por cierto, no siempre el odio hacia los intelectuales se expresa en forma directa. Durante un tiempo ese odio logró ocultarse en diversos países bajo formas políticas. La más conocida fue la tradicional dicotomía izquierda-derecha.

Recordando años juveniles puedo testimoniar que mis primeras experiencias políticas en la izquierda las hice no porque me interesara la política sino porque me sentía atraído por la cultura que en esos tiempos monopolizaba la izquierda, particularmente el partido comunista. La derecha, en Chile como en otros países, era radicalmente anti-intelectual (todavía, aunque no tanto, sigue siéndolo). Los intelectuales de derecha podían contarse con los dedos de las manos. Los de izquierda, en cambio, sumaban millares. Ser intelectual y ser de izquierda era casi una obligación.

En cierto modo nosotros, jóvenes chilenos con aspiraciones literarias, seguíamos la tradición comenzada por los jacobinos franceses, continuada después por las izquierdas europeas y por los bolcheviques rusos. Estos últimos eran intelectuales organizados en un partido. Trotski, Lenin, Bujarin, entre otros. En ese punto ellos mantenían la tradición intelectual de la socialdemocracia alemana, donde nombres de grandes pensadores como Kautsky, Rosa Luxemburg, Bernstein y varios más, contrastan con la miseria intelectual que hoy exhiben los actuales partidos socialdemócratas.

El fin del monopolio ejercido por las izquierdas sobre los intelectuales fue resultado de un largo proceso. Hay, no obstante, un año clave: 1968. La invasión soviética a Praga. Desde ese momento comenzó un éxodo planetario. Algunos intelectuales giraron a la derecha. Pero la mayoría, redescubriendo a la democracia, asumió una postura liberal, en cierta medida solidaria con el anticomunismo radical mantenido por los intelectuales al interior de los países de la órbita soviética.

El papel jugado por los intelectuales en las revoluciones democráticas del Este europeo fue notable. En Polonia el historiador Adam Mischnik, el sociólogo Joseph Kuron y el escritor cristiano Tadeus Mazowiecki, orientaron los pasos de Solidarnosc mientras el cine de Andre Wajda denunciaba de modo implacable a la dictadura. En Alemania del Este la voz de Wolf Biermann recitaba y cantaba a la libertad en el mejor estilo de su maestro, Bertold Brecht. Los húngaros reivindicaban a sus escritores proscritos, antes que nadie a Sandor Marai. Y en Checoeslovaquia, el excelente dramaturgo y poeta Vaclav Havel se convirtió en uno de los más brillantes presidentes de Europa.

En América Latina el proceso fue más lento. Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, Jorge Edwards y sobre todo, los poetas cubanos Herberto Padilla. y Reinaldo Arenas, el novelista Guillermo Cabrera Infante, y muchos otros, dieron vuelta sus espaldas a una revolución cubana convertida en vulgar dictadura militar. Los que siguen a la dictadura de Maduro en Venezuela son poquísimos. La gran mayoría engrosa las filas de la oposición.

Volviendo hacia atrás, observamos, sin embargo, una relación asimétrica. Mientras en los países comunistas los intelectuales eran víctimas de dictaduras, sus colegas de la izquierda occidental apoyaron durante mucho tiempo a esas mismas dictaduras. Casos llamativos fueron el escritor Günter Gras y el filósofo Jürgen Habermas. Ellos, que protestaban en contra de todas las injusticias del mundo, no fueron capaces de levantar sus voces en contra de una —la de Honecker— apoderada de una parte de la propia nación.

Stalin, siguiendo el ejemplo de Hitler, usó a los intelectuales solo cuando favorecían sus objetivos. De otro modo iban a parar a las cárceles. La pasión de Solzhenitsyn en los hielos de Siberia será siempre un símbolo de esa terrible historia. Stalin, aún más que Hitler, fue el primer dictador del anti-intelectualismo militante. En cierto modo el georgiano ejerció su venganza en contra de sus ex compañeros bolcheviques a quienes con deleite fue asesinando. Uno después del otro.

Así como Hitler mantenía como perro faldero al creativo arquitecto Alfred Speer o convertía al genio cinematográfico de Leni Riefenstahl.en un cine cortesano, Stalin se servía de compositores como Shostakóvich y del grandioso cine de Eisenstein. Pero, diferencias más o menos, ambos sistemas eran, en el fondo, profundamente anti-intelectuales. La brutal ofensiva nazi en contra de esa joya de la pintura universal que es el expresionismo alemán y la imposición del “realismo socialista” en el arte y la literatura rusa, son signos del odio parido profesado por las dictaduras a los artistas e intelectuales.

Y, sin embargo, a pesar de toda la furia anti-intelectual de los totalitarismos del siglo XX, gran parte del intelectualismo occidental capituló frente a ambos. Que los dos más grandes filósofos del siglo XX, Heidegger y Sartre, hayan sido ocasionales sirvientes del poder totalitario, nazi y comunista respectivamente, es un hecho que siempre deberá llamar a reflexión. El deseo de adorar a un gran padre no solo aparece dentro de las familias. También aparece en las naciones. Nombres como Hannah Arendt, Raymond Aron o Albert Camus, fueron solo honorables excepciones a la regla.

En la gran familia americana, tal como ocurrió al interior de las familias Kafka y Vargas Llosa, comienzan hoy a alinearse los frentes que separan a los valores representados por un presidente millonario y los de los intelectuales. ¿Quién vencerá esta vez? ¿La materia o el espíritu? En las historias de familias (de pronto me acordé del pobre Rimbaud) como en las de naciones, tenemos ejemplos en ambas direcciones.

En los EE.UU. está todavía por verse: ahí sabremos si la numerosa clase intelectual estadounidense elevará sus valores liberales y libertarios hacia el plano político o claudicará frente a la arrogancia del poder, del exitismo y del dinero. Del resultado de ese conflicto dependerá no solo la suerte de los EE.UU.

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