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Mientras el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, contempla imponer aranceles y otras restricciones al libre comercio, debería considerar los resultados de las medidas proteccionistas en Argentina y Brasil, dos economías en el otro extremo del hemisferio occidental.
Durante décadas, las dos mayores economías de América del Sur han tratado de proteger a sus trabajadores de la competencia internacional, en gran medida a través de altos aranceles y regulaciones que promueven los bienes nacionales sobre los importados. El Banco Mundial clasifica a Argentina y a Brasil entre las grandes economías más cerradas del mundo.
En Brasil, la industria nacional está consagrada en la Constitución. Los argentinos amantes de la tecnología suelen recurrir al mercado negro o viajar a Miami para comprar iPhones, que estuvieron fuera de su alcance durante años porque Apple no los fabricaba en el país.
Las políticas proteccionistas han creado decenas de miles de empleos bien remunerados en el sector manufacturero y pueden haber ayudado a eludir despidos como los que afectaron a ese sector en estados del medio oeste de Estados Unidos como Michigan, pero han tenido un costo enorme para los consumidores, que deben pagar precios más altos, y para los contribuyentes, que financian los subsidios. En su conjunto, dichas medidas esencialmente trasladan la riqueza de la sociedad en general a un grupo más reducido de trabajadores.
En Tierra del Fuego, en el extremo sur de la Argentina, donde los cruceros venden tours para ver icebergs y pingüinos, se pueden apreciar los resultados de un experimento para crear un centro de fabricación de productos electrónicos “Made in Argentina”. Para que prospere, el gobierno aplicó un arancel de hasta 35% a las importaciones de electrónicos.
Actualmente, unos 14.000 trabajadores distribuidos en 55 fábricas de Ushuaia, una ciudad industrial y el portal al paraíso turístico, producen teléfonos, televisores y aires acondicionados. La mayoría de los componentes son de fabricación asiática y son importados exentos de impuestos y ensamblados por trabajadores argentinos, junto con algunos componentes de fabricación nacional, como tornillos. Ejecutivos chinos, japoneses y coreanos se han trasladado a Tierra del Fuego para supervisar la producción de todos esos artículos, desde teléfonos de Samsung hasta televisores de Sony, según representantes de varias fábricas.
No obstante, la combinación de regulaciones gubernamentales y fuerzas del mercado ha provocado algunas excentricidades sorprendentes. Por ejemplo, Argentina optó por construir un centro industrial a casi 3.000 kilómetros del mayor mercado del país, Buenos Aires.
Los empleados de Newsan, la principal firma argentina de electrónicos, desmontan parcialmente las unidades de aire acondicionado importadas de Asia para luego volver a armarlas con contenidos mayormente importados pero adaptados localmente. Los aires y otros productos se envían a Buenos Aires, que está a casi tres veces la distancia que separa Ushuaia de la Antártida, y se venden a entre dos y tres veces el precio de mercado en otros países.
El costo para los contribuyentes argentinos también es alto: hasta US$72.000 por trabajador de fábrica al año, incluyendo exenciones tributarias y otros incentivos, dicen los funcionarios. Esa generosidad era necesaria, según la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, porque “sin industria, no hay país ni futuro”.
Para los argentinos comunes y corrientes, el precio puede ser oneroso. Un teléfono inteligente Samsung J7 desbloqueado que en EE.UU. cuesta US$240 vale casi US$500 en Buenos Aires.
“La ironía es que las personas que viven aquí no compran los productos que se fabrican aquí”, dijo Cintia Dávalos, de 27 años, que trabaja en una tienda de artículos baratos en Tierra del Fuego. Dávalos explicó que los locales manejan siete horas a Chile, donde imperan precios de mercado, para comprar desde partes de automóviles hasta ropa y televisores.
Trump, que culpa a los acuerdos comerciales por la pérdida de empleos estadounidenses, prometió retirarse del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TTP, por sus siglas en inglés), ha sugerido imponer aranceles u otras barreras especiales para reducir el déficit comercial de EE.UU. con México y ha prometido establecer un arancel de 45% a las importaciones chinas si Beijing no modifica prácticas que el presidente electo considera desleales.
La mayoría de los economistas, no obstante, sostiene que el proteccionismo —sea del tipo prometido por Trump o la versión argentina— es profundamente perjudicial. De hecho, el presidente argentino, Mauricio Macri, está tratando de abrir la economía mediante la reducción de subsidios y aranceles.
“Adoptar un giro proteccionista sería extraordinariamente perjudicial, no sólo para nuestros socios comerciales, sino también para Estados Unidos”, advirtió Eric Farnsworth, ex diplomático estadounidense que se desempeña como vicepresidente del Consejo de las Américas.
Él y otros defensores del libre comercio a menudo destacan las heridas autoinfligidas que el proteccionismo ha causado a las economías de América Latina. La sustitución de importaciones dio a los mexicanos el notoriamente poco fiable televisor Zonda en los años 70. Brasil siguió produciendo la popular Kombi, la camioneta de Volkswagen diseñada en los años 50.
La mayoría de los países abandonó hace mucho tiempo ese modelo. México, por ejemplo, se ha convertido en un líder mundial del libre comercio, firmando acuerdos con 44 países. Las economías abiertas de América Latina, unidas en la Alianza del Pacífico, que agrupa a México, Colombia, Perú y Chile, han crecido un 29,7% acumulado desde 2010.
En el mismo período, los miembros de Mercosur, el bloque comercial proteccionista liderado por Argentina y Brasil, se expandieron 19,4% y tuvieron menos inversiones y una inflación mucho mayor, según un estudio del banco Santander Río. En Brasil, la mayor economía de América Latina, las exportaciones representaron sólo 13% del Producto Interno Bruto (PIB) el año pasado, una fracción de lo que ocurre en las economías orientadas al comercio exterior como México (33%) o Alemania (50%). En Argentina, las exportaciones representan 11% del PIB.
Los críticos señalan que la larga historia de proteccionismo en Brasil engendró complacencia en sus fabricantes, dejándolos mal preparados y vulnerables.
La industria automotriz de Brasil, hasta hace poco una de las 10 más grandes del mundo, es un buen ejemplo. Protegida durante décadas con altos aranceles, se ha convertido en proveedora de modelos de cinco puertas de calidad menor con motores de un litro que apenas se venden fuera del Mercosur. Después de casi tres años de profunda recesión, con pocos mercados de exportación, la producción automotriz ha caído 45%. Y para los consumidores brasileños, los automóviles son mucho más caros: un Volkswagen Gol Comfortline nuevo cuesta US$15.231, casi el doble que en México, que tiene aranceles bajas y una industria automotriz eficiente.
Los efectos del proteccionismo van más allá de los autos. Cuando hace una década se descubrió petróleo en alta mar frente a las costas brasileñas, el gobierno estableció requisitos de “Hecho en Brasil” para equipos de perforación, refinerías y astilleros. Eso elevó los costos y fomentó la corrupción.
Grandes constructoras como Odebrecht y Andrade Gutierrez formaron un cartel para elevar los precios cobrados a la estatal Petróleo Brasileiro SA, o Petrobras, según declaraciones de ejecutivos y políticos a los tribunales brasileños. Desde 2014, Petrobras ha tenido que asumir cargos contables por alrededor de US$37.000 millones debido a la corrupción, los activos sobrevaluados y la caída de los precios del petróleo.
De todos modos, los trabajadores insisten en que el sistema proteccionista ha creado miles de puestos dignos y de clase media en Argentina. “Pude comprar un auto nuevo y construir mi propia casa gracias a este trabajo”, dijo Darío López, de 36 años, supervisor de control de calidad de Mirgor, una empresa argentina que fabrica equipos de aire acondicionado, equipos estéreos y GPS para automotrices como Toyota.
Rubén Cherñajovsky, presidente de Newsan, que opera seis plantas en Tierra del Fuego, cuenta que las empresas argentinas no pueden competir con los costos de mano de obra de las firmas asiáticas como Foxconn Technology Group, que fabrica el iPhone. “Si abrieras las importaciones en forma extrema, tendríamos un país con un desempleo de 35% o 40%”, asevera.
Pero Nicolás Dujovne, ex miembro de la junta del banco central argentino, subraya que Argentina —un país grande y con abundantes recursos naturales, con una fuerza laboral relativamente bien educada— todavía no es una economía industrial. “Los perdedores del populismo se pueden encontrar en todas partes”, dijo. “Son los millones de empleos y cientos de miles de empresas que no fueron creadas debido a políticas macroeconómicas muy desordenadas”.
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