Civilizar la memoria, por Eugenio Guerrero

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Insurrecciones, golpe militar, revolución, insurgencia, levantamiento, hombre fuerte, jefe del Estado, “mi comandante”, el caudillo, “mi máximo (o nuestro) líder” derrocamiento, asonada, entre otras frases familiares y concomitantes; son las expresiones que han inundado el ámbito histórico-social y la fisionomía del poder en Venezuela. Fenómenos de conducción política que, como el caudillismo, el personalismo y el militarismo continúan enquistados en nuestra memoria y cultura política, terminan por generar unos resultados donde la asomada libertad y la democracia no han sido sino paños calientes para atenuar los atributos arbitrarios e incivilizados de la psicología del poder y su desempeño en el destino institucional de la nación.

Hay una gran diferencia entre “saber” y “recordar”. Podríamos recordar que en algún momento se vivieron tiempos de prosperidad e institucionalidad democrática; lo cual no significa que se sabe que esos tiempos en su seno contenían con cadenas frágiles lo que ha caracterizado el comportamiento social de la mayoría respecto al poder: la permisividad con la discrecionalidad y la arbitrariedad de quienes de una forma u otra detentan el poder.

Conocimiento y memoria suelen ser interdependientes, pero cuando se confunde esta última con uno revoltijo de titulares inconexos, queremos dar a una coyuntura la explicación de nuestras dificultades estructurales y lo que como consecuencia se genera es una mala interpretación de la realidad. Por ello decir “el venezolano tiene mala memoria” no siempre es del todo acertado. Lo que orienta mejor la exposición es aceptar que el venezolano en mayoría tiene mal conocimiento de su realidad y de su historia, y por ello tiende a repetir los mismos errores. Un ejemplo respecto a esto es el querer siempre cambiar el fondo con formas previas,  aquello termina por destruir el fondo anhelado y la forma termina siendo un nuevo fondo porque las “emergencias” de toda índole siempre dejan para después lo que bien debía (y debe) hacerse.

Esto no es nuevo: hasta Bolívar y su decepción por los resultados de 1811-1812 con la búsqueda de la emancipación y la conformación de una República libre. Ya Bolívar no creía en “Repúblicas aéreas”, pensaba en la seductora posibilidad de ser un “jefe sin embarazos”. Muy bien lo expone Elías Pino Iturrieta en su investigación sobre los orígenes del personalismo en Venezuela, al referirse a la actitud personalista sin contrapesos de nuestro Libertador para hacer cooperar a millones encausados a la defensa pública. Asevera que “…ve el gobierno como una máquina que requiere de un único operador. Sólo insiste en la fatalidad que lo lleva en convertirse en eje de los acontecimientos, en el derrotero impuesto por las hostilidades” (2007, p.80).

O luego de hallar fundamentos para el cambio ilustrado del orden social, lo que buscaría posteriormente es una reanudación de las viejas formas, en diversos papales del destierro revela unas pretensiones que “buscan el retorno a la cumbre partiendo de las inmunidades disfrutadas por los blancos criollos durante la colonia” (p. 94). Esto, sin mirar “hacia los derechos de las castas ni referir la trascendencia de la voluntad popular que había sonado en los oídos de los venezolanos hacía poco” (p. 95). Inserta estaba esa carga del pasado en los protagonistas de la guerra de emancipación que los llevó a entender el gobierno “como una administración peculiar en cuyo regazo no dejen de reproducirse dominaciones como las de la antigüedad disimuladas en la literatura moderna o en la reticente proximidad de las clases humildes, más también reforzadas por los laureles del campo de batalla” (p. 94).

Bolívar, como idílica figura a copiar, presa de un culto desproporcionado, deja su impronta en el aquel tutelaje gubernamental que da dirección a la nación desde una élite de militares patriotas. No es de extrañar entonces que desde 1830 hasta 1958, en 128 años de historia, solamente en 10 de estos estuvo la presidencia en manos de civiles, agregando que en mayoría o fueron efímeros o su permanencia dependía de la protección del caudillo, como bien lo expone Ana TeresaTorres (2009).

40 años después de una democracia con períodos tensos y una partidización de las instituciones, nuevamente, el paso de los militares –y el militarismo- desfila ante nuestros rostros ingenuos sorprendidos por  creer haber aprendido algo de nuestra historia republicana; se hizo lo contrario, se ignoró la omnipresente lección: las consecuencias de esa “militarización de la memoria” como bien lo explica Véronique Hérbrand. Esa memoria histórica militarizada y su impronta en la conducta institucional no han hecho más que asomar vestigios peligrosos. Esa memoria compartida que permite que se elabore una identidad nacional ha lisonjeado desde la independencia la heroización del hombre en armas, del hombre fuerte, del presidente-caudillo, al líder infalible e indiscutible.

Y casi 20 años transcurridos desde la anterior fecha, un exitoso resultado actual a favor de una Asamblea Nacional de civiles contrasta, paradójicamente, con el crecimiento de movimientos nacionalistas que alimentan la opinión de que “un nuevo Pérez Jiménez es lo que necesitamos”; el que una dirigente política vea como idóneo que un militar se encargue de la distribución y asignación de alimentos en el país, o que líderes de oposición al gobierno actual vivan defendiendo y elogiando el vergonzoso “legado de Chávez”.

Por otra parte, la excitación de las masas en la fanaticada a favor de uno u otro líder “indiscutible” que al parecer errores no tienen. Al ser fruto y promoción del personalismo como manera de justificar y encauzar el poder, la recriminación, el vilipendio, el desplazamiento y hasta violencia si la voluntad no está sometida a los designios del líder-caudillo u organización central son las cualidades habituales del comportamiento en la interrelación política. La transferencia de la conducta mando-obediencia heredada del poder monárquico trasladada a la creación de la república no ha dejado de embalsamar nuestra condición sociopolítica. Un “atavismo monárquico” le llama Germán carrera Damas.

No hay que subestimar del todo el papel que han tenido los civiles en la edificación del Estado de Derecho que alguna vez tuvimos, de obras empresariales, intelectuales, políticas y culturales de gran renombre que colocaron a Venezuela por un tiempo considerable como el mejor ejemplo en Latinoamérica. Un intelectual y académico del renombre de Rafael Arraiz Lucca nos pone al tanto de esto con su obra “Civiles”: nos proporciona un retrato definido de aquella Venezuela civilizada en nombres como Juan Germán Roscio, Andrés Bello, Ricardo Zuloaga, Rómulo Gallegos, Armando Reverón, Mariano Picón Salas, Uslar Pietri, entre otros hombres ejemplares de la venezolanidad.

Si bien pudimos disfrutar de un despliegue cultural envidiable que solo parcialmente conoce hoy una parte de la población, el problema es que la civilidad como circunspección y forma de organización social que edifique culturalmente instituciones de profundo alcance sigue siendo una tarea urgente. Evidentes complejos y profundos miedos a ser civilizadamente responsables de tomar el rumbo del país y destinarlo a un orden libre y próspero que someta a una rigurosa presión a quien interfiera en los asuntos de la sociedad, siguen presentes fracturando nuestra posibilidad de progreso.

Todo se deja a la providencia o al devenir, al presidente o al militar, al partido o al líder. La crítica común parte de que la capacidad del gobierno se hunde en la mediocridad (lo cual es una obviedad), pero ausente está la preocupación en saber qué capacidad de respuesta tiene el ámbito civil organizado para denunciar, presionar y desplazar el abuso de poder.

Los partidos políticos, que fungen como intermediarios entre el poder estatal y la sociedad civil son sometidos a unas críticas justificadas. Pero lo que no quiere verse por egolatría es que éstas son en parte resultado de la propia incapacidad de la organización civil de corregir, presionar y exigir con resultados concretos el cambio de conducta de estas importantes organizaciones.

Desde la colonia hasta nuestros días sigue presente ese verticalismo cultural, esa tara inflexible a la descentralización real del poder. Las cosas siguen dependiendo de pocos que hacen obedecer a muchos en una monotonía organizativa que paraliza la creatividad y atemoriza el surgimiento de alternativas.

Una permanente inversión de los valores: en lugar de que el bruto que grita sea el evitado, es todavía el hombre más solicitado. Se entrevé una reafirmación irracional de un complejo de inferioridad al sentirse el individuo incapaz de ser responsable de sí mismo. Mientras que la tutela, el “mandoneo”, la bravata, el que “manda más que un dinamo” permanezcan alojados en nuestro imaginario social, será imposible vislumbrar la imagen arquitectónica indeleble del Civilis.

De una relevancia patente sería cambiar de gobierno; pero el meollo vital, fundamental de una importancia inmortal  es, sin lugar a dudas y excusas, ¡civilizar la memoria!

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