Jóvenes a contracorriente en Venezuela

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Siempre pensó que cuando la violencia golpeara a alguien cercano sentiría la necesidad de irse de Venezuela. Ese día llegó en mayo de 2015. Mataron a su tío. La reacción de Anna Maier fue muy distinta a la que imaginaba. Se quedó. Esta periodista de 29 años, de madre cubana exiliada del castrismo; que vivió en España dos años largos bailando flamenco; que pasó seis meses en Nueva York, ha llegado a renunciar a la residencia estadounidense. “¿Estás segura?”, recuerda que le repetía el funcionario. El periódico digital en el que trabaja, El Estímulo, fue atacado esta semana. Dos hombres armados entraron en la sede y atracaron a una veintena de personas. Se llevaron material de trabajo. Les amedrentaron, pero no lo suficiente para hacer cambiar de opinión a Maier. Su convicción sigue intacta: “Me quiero quedar porque creo que puedo ayudar a cambiar algo, al menos a registrar lo que está pasando”.

Maier es uno de esos jóvenes ”salmones”, como los describe su amiga Gabriela González, de 34 años, también periodista, que han decidido nadar contra corriente en las revueltas aguas de Venezuela. Pese a tener, o al menos poder tener, la oportunidad de intentar salir. Como hicieron muchos de sus conocidos, amigos, familiares… “Hay una razón romántica”, admite González: “Es un acto de fe. Uno no puede abandonar los espacios, podemos ser generadores de cambio”.

Desde 1990 hasta 2016, 1,2 millones de venezolanos salieron del país. El sociólogo Iván de la Vega, experto en migración, cree, no obstante, que la cifra puede ser muy superior y alcanzar los casi 2,5 millones, según sus estudios, que cotejan una decena de fuentes. Los servicios migratorios oficiales no ofrecen muchos datos desde hace años para lograr una evaluación certera. “En 2010, el 68% de los emigraba para huir de la inseguridad, el resto se repartía entre la polarización política y la merma en el mercado laboral. Tres años después, un 52% lo hacía por inseguridad, mientras que el segundo motivo obedecía a la crisis económica. Se trata de una diáspora, por lo general, altamente calificada o con estudios superiores. Son talentos que se están perdiendo, el país se está descapitalizando”, explica De la Vega. Solo el 15%, según sus estudios, ha regresado, ya sea porque no les ha ido bien o porque no se han adaptado al nuevo destino. “El resto difícilmente lo hará porque conseguirá mejores condiciones económicas, tranquilidad y paz, motivos que generan arraigo”, razona.

Con nada de eso seguramente cuenta Luvin Villasmil, un violinista de 29 años que, sin embargo, ha encontrado oportunidades en el campo de la música, tanto para actuar como para estudiar. “Tengo muchos amigos en el extranjero, genios, que están haciendo cosas que no tienen nada que ver con la música. Aquí no voy a vivir como un rico, pero puedo seguir con mis proyectos”, explica. Enfermo de hemofilia, nota que cada vez le resulta menos fácil encontrar su factor, aunque de momento no ha tenido problemas. “Hace dos años me lo daban en cajas, ahora solo lo necesario”, dice, sin despegarse de la funda de su instrumento. Durante la conversación, la pasada semana en un centro cultural de Caracas, todos tienen sus bolsos encima de la mesa, bien agarrados.

“Estamos viviendo un duelo, y para llevarlo tienes que naturalizarlo, pero hemos naturalizado hasta la violencia y eso no lo podemos seguir permitiendo”, lamenta Johana Robles, estudiante de Psicología y Filosofía en la Universidad Central de Venezuela. La inseguridad es lo que más les golpea. Todos han sufrido algún episodio violento. Gabriela recuerda cómo hace unas semanas, el autobús en el que se movía fue asaltado y los pasajeros atracados. “Estamos en un modo de supervivencia que también desarrolla un individualismo nada bueno”, advierte. “La pregunta no debería ser por qué me quedo, sino por qué debo irme de mi país. Esta generación ha perdido ya muchas oportunidades, no podemos permitir que esta pandilla, por llamarlos de alguna manera, nos lo quiten todo”, clama Robles.

La mayoría de sus amigos viven fuera de Venezuela. Los grupos de WhatsApp y las redes sociales les mantienen en permanente contacto virtual. “Yo me acostumbré a que no estén”, asume Anna Maier. La manera de divertirse también ha cambiado. Salir por la noche un fin de semana se ha convertido una odisea. Las fiestas en las casas, hasta el amanecer, se han vuelto en la opción más rentable y segura. También los planes durante el día. “Ahora, un chico te puede decir, ¿por qué no subimos al Ávila?”, comenta entre risas Robles. Ella y Carlos Julio Rojas, el último en unirse a la charla, recuerdan que tienen pendiente ir a una obra de teatro. El problema es que empieza a las ocho de la noche, por lo que la vuelta hay que hacerla en taxi. Eso aumenta el costo del plan. “Agarrar camioneta es guillotina”, dice ella sobre los buses.

El sociólogo Tomás Páez no duda en que esta diáspora continuará. “La mayoría se ha ido por causas asociadas al Gobierno. Todos tienen disposición de ayudar, pero eso no significan que vaya a volver”, explica. Las familias no les frenan: “No es extraño escuchar en el aeropuerto a muchos padres decir sobre que hijos: ‘Prefiero despedirlo en el aeropuerto que en el cementerio”.

Lo sabe bien Carlos Julio, que se define como “alguien de izquierdas que nunca ha estado de acuerdo con el Gobierno”. Activista político de 32 años, vecino del barrio de La Candelaria, en el centro de Caracas, fue detenido en enero de 2015 por hacer unas declaraciones sobre las interminables colas que se forman en los mercados. “Si corres te disparamos”, le dijo un policía. Aquellos cinco días hasta recobrar la libertad fueron casi definitivos. Pensó en marcharse. Su mejor amigo, Conan Quintana, le convenció para quedarse. “Me decía que aguantara, que esto cambiaría pronto”, recuerda.

Unos meses después de aquella conversación, a Quintana, líder estudiantil, le descerrajaron dos tiros

–Irme después de eso tendría algo de cobardía, admite su amigo. Lo que me mantiene en Venezuela es el deseo de cambiar.

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