Otra vez, fallaron las encuestas

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 La elección de Donald Trump como Presidente de Estados Unidos es el más reciente azote de una ola de nativismo que recorre el mundo.

Ésta se caracteriza por la exaltación de la antipolítica, el resentimiento hacia el establishment, la creencia de que el pasado era mejor y puede volverse a él, el desprecio de los modales que han hecho posible la convivencia, la desestimación de los datos comprobables, la apuesta por el divisionismo y el rechazo de quienes son distintos en apariencia o pensamiento, entre otras cosas.

Quienes se adhieren como activistas a este tipo de movimientos suelen expresarse de forma escandalosa y hasta agresiva, y se alinean detrás de una figura carismática que recurre a la amenaza y la intimidación.

Y pese a que se trata de fenómenos cuyos síntomas son muy fáciles de identificar, tienen la capacidad de meterse bajo la piel del cuerpo social y brotar solamente cuando lo han infectado por completo y la enfermedad es ya irreversible.

Quienes creen en la política como la construcción civilizada de acuerdos y la búsqueda paciente de soluciones a los problemas de la sociedad –y no la imposición de una única visión del mundo–, no existe una forma adecuada de detección de esta fiebre populista.

Estamos indefensos porque uno de los principales instrumentos que se han desarrollado para comprender las colectividades –los estudios de opinión pública y, entre ellos, las encuestas– han probado su inutilidad en estas situaciones.

Este año han fallado en tres casos relevantes internacionalmente: el referéndum en el Reino Unido sobre la permanencia de ese país en la Unión Europea; la consulta popular sobre el acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las FARC, y ahora las elecciones presidenciales en Estados Unidos.

En esos tres casos, las principales encuestas no alcanzaron a dimensionar el tamaño del rechazo a la propuesta impulsada por el grupo hegemónico.

Los defensores del papel que han jugado los sondeos alegan que éstos generan una fotografía del momento y no el pronóstico del resultado. Quizá tengan razón. En todo caso, esa fotografía distorsionó el tamaño del apoyo para el establishment, haciéndolo parecer mucho más grande de lo que era.

Hay quienes entienden ese hecho como el producto de una conspiración para aplacar el sentimiento antisistema. Finalmente, el fantaseo es una característica de quienes se atrincheran en las redes sociales para combatir las posiciones hegemónicas.

Sin embargo, aunque así fuera, no hay evidencia de que las encuestas que son desfavorables a su causa desincentiven a los votantes antiestablishment.

En cambio, sí hay datos que permiten decir que los defensores de la propuesta oficialista causan la derrota de ésta mediante el abstencionismo.

Apenas anteayer, la candidata demócrata Hillary Clinton perdió estados importantes, como Michigan, porque las bases del Partido Demócrata no salieron a votar. De hecho, Donald Trump sacó más de un millón de votos menos que los dos anteriores contendientes del Partido Republicano, lo cual prueba que la derrota de Clinton se debió principalmente a que muchos de sus simpatizantes no acudieron a las urnas.

Lo mismo pasó en el Brexit británico. ¿Cuál es la razón? Una posibilidad es que las encuestas, que no alcanzan a otear lo que realmente está pasando en los cimientos de la sociedad, han generado pereza de participar entre quienes suponen que ganarán.

En cambio, muchos simpatizantes de Donald Trump declararon ayer a los medios que jamás creyeron en los sondeos que colocaban al empresario a la zaga de Hillary Clinton.

Pero si no hay una conspiración entre encuestadores, ¿por qué no están atinando éstos cuando toman el pulso a estos movimientos?

Una hipótesis es que el lenguaje políticamente correcto está divorciado de los verdaderos sentimientos de muchos ciudadanos y que éstos no se atreven a expresarse en público –y tampoco ante las preguntas de los encuestadores– como sí lo hacen los líderes carismáticos o los activistas de internet.

Cuando alguien se atrevía a sugerir que a lo mejor había un voto escondido a favor de Trump, no faltaban los “expertos” que rechazaban esa idea y aseguraban que la experimentada industria de las encuestas en Estados Unidos no podía estar equivocada.

Ya vimos que sí.

*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.

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Una hipótesis es que el lenguaje políticamente correcto está divorciado de los verdaderos sentimientos de muchos ciudadanos y que éstos no se atreven a expresarse en público –y tampoco ante las preguntas de los encuestadores– como sí lo hacen los líderes carismáticos o los activistas de internet.
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