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Me he desentendido de lo que pueda pasar en Venezuela con el “diálogo” entre la banda de Maduro y la MUD (Mesa de Unidad Democrática) con el mismo creciente y rápido desasimiento con que un espectador se desentiende de una teleserie que comienza bien y luego se empoza en lo previsible. Ya adivino el desenlace pero no lo revelaré aquí por no arruinar la diversión a quienes de buena fe todavía siguen la serie con la esperanza de que un giro inesperado de la trama la reanime.
Sin embargo, y para consolar mi escepticismo, hincharé esta bagatela semanal con dos o tres “singularidades” de la historia constitucional de Venezuela. No puedo asegurarlo, pero creo que los venezolanos ostentamos el récord regional de redacción y lectura rápida de constituciones políticas. O, por mejor decirlo, de reinterpretación, enmienda y, finalmente, olímpica prescindencia de la veintena larga de “cartas magnas” que, en el curso de dos siglos, nos han impuesto avilantados generales cleptómanos y sus obsecuentes doctores, expertos en Derecho Constitucional Comparado, desde que el pequeño gran hombre, Simón Bolívar, por aquel entonces, si ya no jacobino, al menos sedicente liberal, y el prodigioso, admirable zascandil antioqueño, Francisco Antonio Zea produjeron (va dicho en el sentido de puesta en escena) el memorable Congreso de Angostura, a orillas del soberbio Orinoco, allá por 1819.
De aquella memorable producción que bien podría titularse Angostura pervive en el repertorio lírico-político de nuestros demagogos el aria Dichoso el ciudadano que tanto gustaba de entonar el Presidente Eterno Hugo Rafael Chávez Frías como quien canta el Va, pensiero del Nabuccode Giuseppe Verdi. Es esa cuya primera estrofa dice, “dichoso el ciudadano / que bajo el escudo de las armas a su mando ha convocado / la Soberanía Nacional / para que ejerza su voluntad absoluta”, etc., etc.
Según la cuenta que puede llevar quien consulte el Diccionario de Historia de Venezuela editado por la Fundación Polar, al acta Declaración de Independencia en 1811 (que puede tomarse como una constitución) siguieron las de 1819, 1821, 1830, 1857, 1858, 1864, 1874, 1881, 1891, 1893, 1901, 1904, 1909, 1914, 1922, 1925, 1928, 1929, 1931, 1945, 1947 y 1961, hasta llegar a la Constitución de 1999, promovida por Chávez y violada sistemáticamente por Chávez y Maduro.
Ya se rumora que del tan cacareado “diálogo” entre Maduro y la MUD podría salir un acuerdo extraconstitucional para modificar, en atención a la excepcional crisis político-económica, el cronograma electoral. Y hay quien ha propuesto como salida a la crisis política la convocatoria a un novísimo congreso constituyente. Es, pues, historia vieja: nuestras constituciones prevén todo menos la crisis que las hace aborrecibles para el bando que originalmente las promovió.
Así como hay personas con el don de versificar, Simón Bolívar no pestañeaba a la hora de redactar constituciones ni tampoco a la de coaccionar a los legisladores, como hizo con los doctores reunidos en Ocaña, en 1828, hasta salirse con la suya y hacerse aclamar como dictador. En su novela Maten al León, el mexicano Jorge Ibargüengoitia satiriza soberbiamente la contumacia con que Latinoamérica se resiste al principio de alternabilidad.
¿Qué explica esta florescencia de constituciones? El mejor libro al respecto que haya leído nunca es el de Rafael Rojas, Repúblicas de aire. Me parece el único que da cabal respuesta a esa pregunta. Y no digo más porque aún tengo otra para Rafael y cualquier otro estudioso: ¿Por qué el único libro de reglas y los únicos árbitros que los venezolanos han aceptado desde siempre con escrupuloso acatamiento son las del béisbol?
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