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Y sucedió. Los estadounidenses eligieron a Donald Trump sobre la base de un programa aislacionista, proteccionista, de ley y orden, y a pesar (o por) sus inclinaciones racistas, xenófobas y misóginas. Al elegirlo, EE.UU. repudia varios de sus pilares normativos y políticos: libre comercio, respeto a las minorías, apertura a la inmigración, su rol central en un sistema mundial de alianzas políticas y militares, entre otros.
Es cierto que la votación popular fue muy estrecha, y que incluso levemente más de la mitad de ellos votaron por Clinton. Pero si bien Trump es un horror, no es simplemente un error. No es un accidente provocado por unos votos más y el diseño del Colegio Electoral. Mirar el mapa de la votación es entre alucinante y aterrador: un país dividido, con las grandes ciudades, los afroamericanos y latinos, los blancos mejor educados de un lado; los pequeños pueblos, las pequeñas ciudades industriales fantasmas, los blancos con menor educación y la población rural, del otro. Trump no ganó en ninguna ciudad con más de un millón de habitantes.
Al igual que en la votación del Brexit, aquí se manifestaron los postergados o dañados por la globalización. Pero culpar a la globalización es fundamentalmente una excusa falsa y débil. La globalización es el nombre de la única vía abierta para el crecimiento económico en nuestros días. Lo que está en cuestión es un tipo de globalización –llamémosla salvaje- y el contrato social de los últimos 30 años –simbolizado por la dupla Reagan/Thatcher-, que ha generado profundas desigualdades, ha detenido la movilidad social en el Reino Unido y en EE.UU.; que ha dejado desprotegidos a los afectados negativamente por el gran cambio que trae la globalización. Agréguenle a esa fórmula una elite política y empresarial sorda, ciega y lamentablemente no muda, y el demagogo Trump o el payaso Boris Johnson tienen todo a su favor.
Tras el fenómeno Trump hay no solo el fracaso político de un estilo de globalización de las últimas décadas. Hay también un intento de negar el descenso relativo del poder de EE.UU. en el mundo. Trump –y con él los millones de votantes que añoran una Great America– alega que hace mucho no le ganan a nadie en el terreno internacional. Es un EE.UU. que no quiere aceptar -ni menos adaptarse- a un mundo en que ya no es la sola superpotencia, donde no puede imponer sus términos como antaño, ni militar ni económicamente.
¿Qué esperar?
¿Qué hará Trump? Es oportunista y acomodaticio, por lo que es muy difícil responder esa pregunta. Su poder Ejecutivo le permitirá tomar ciertas medidas contra los musulmanes, los inmigrantes, quizá también contra los negros, fomentando la violencia policial. En el terreno económico puede, sin el concurso del Congreso, salir del Nafta en un plazo definido, así como imponer aranceles prohibitivos a México y China. Con la ayuda del Congreso (de mayoría republicana) podrá seguramente disminuir dramáticamente los impuestos corporativos y personales, y eventualmente lanzar un plan de infraestructura, agravando la ya gigantesca deuda pública del país. Hasta ahora, las propuesta económicas de los congresistas republicanos han sido muy contradictorias, condenando el aumento de la deuda, pero postulando grandes cortes tributarios. ¿Qué sucederá? Difícil saber, pero es bastante probable que sí se reduzcan significativamente los impuestos corporativos y personales, que sí reduzcan en cierta medida los gastos sociales y que sí se lancen programas de infraestructura, un cóctel que terminaría por seguir aumentando al deuda pública, y probablemente llevando a mayor inflación y tasas de interés. Este recetario, en el corto plazo, puede traer aumento de la actividad económica y en las utilidades, lo que ha sido celebrado por las acciones en Wall Street para sorpresa de muchos. En el mediano plazo, es un coctel explosivo para los equilibrios macroeconómicos y terminaría reduciendo el poder del dólar. Pero es posible que los republicanos en el poder sean más cuerdos que como oposición, y terminen cuestionando las cuentas felices de Trump y moderando sus medidas.
Por otro lado, para aplicar su programa proteccionista y aislacionista, Trump tendrá que enfrentar la muralla de lobistas que representan los intereses de los sectores más dinámicos y poderosos de EE.UU., que viven de sus lazos y presencia global. Sus más fieles apoyos, en cambio, estarán probablemente en algunos sectores estrella del siglo 20, como energía y acero. Hoy ni a las automotrices les conviene cerrar las fronteras.
Si bien no podemos saber la profundidad de los cambios, no cabe duda que la dirección de lo que haga será contra el libre comercio, y contra la inmigración a todo nivel. Por ello es un presidente contra América Latina. La caída de las monedas y de las bolsas latinoamericanas ya lo evidencia.
A nivel de políticas económicas y sociales internas en EE.UU. hay un importante juego de contrabalances entre las instituciones estadounidenses, aunque Ejecutivo, Legislativo y Judicial serán dominados por republicanos conservadores. Pero eso sucede en mucha menor medida en el terreno de su política internacional. El presidente es el dueño único del maletín nuclear, y tiene un amplio margen de acción en diplomacia y repudio de acuerdos, como el ya anunciado respecto al acuerdo medioambiental de Paris.
Probablemente, Trump cree poco de lo que dice y ha dicho, y por eso hemos entrado a una etapa de extraordinaria impredecibilidad y volatilidad. Pero si hace parte de lo que dijo, y debilita la OTAN, y, en especial, si se distancia militarmente de Corea del Sur y de Japón, y aborta el pivote asiático de Obama, entonces acelerará la pérdida de poder relativo de EE.UU. en Asia y Europa, haciendo realidad justamente lo que quiere negar. Y veremos girar tanto Europa como Asia hacia China, que continuará su ascenso, con Rusia mordiendo los bordes de Europa y parte de Asia Central.
América Latina: ¿qué hacer?, ¿qué aprender?
Trump, sin duda, no era el candidato de América Latina. Un sano pragmatismo aconsejaría a los países latinoamericanos, y a sus empresas, seguir acomodándose al cambio mundial, estrechando relaciones con Asia y China en especial, y profundizarlas con Europa. Esto es un proceso ya en curso en los últimos años, y ya varios importantes países tienen mayor comercio con China que con EE.UU. La enorme excepción es México (y en buena medida también Centroamérica), donde los cambios que impulse Trump pueden gatillar un giro histórico.
Los aliados de América Latina en EE.UU. para resistir las medidas proteccionistas, son en primer término las grandes empresas con inversiones en la región, que animan –especialmente desde México- una importante parte del comercio. Son también varios estados de la Unión que se verán altamente perjudicados por un cierre a México. Son, a mediano plazo, los propios consumidores estadounidenses quienes verán subir los precios de sus productos por la política proteccionista.
Hay que buscar todas las maneras posibles de presionar para que se impida la ola proteccionista y anti inmigratoria desde el Norte. Pero con Trump, EE.UU. debe dejar de ser el faro y punto de referencia de América Latina. Con Trump se acaba el Siglo Americano. Los gobiernos de la región, y sus empresas, deben esforzarse por ampliar y profundizar su portafolio de relaciones comerciales, de inversión y políticas.
Hay también otra lección para América Latina: si la globalización salvaje engendra Trumps y Brexits en los países más ricos, ¿qué puede suceder en los nuestros? Guardando las proporciones, la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión generaron en Europa el fascismo y en EE.UU. el New Deal (aunque en EE.UU. hubo coqueteos con el fascismo, como el de Lindbergh y su America First, lema revivido por Trump). Parece ser que para evitar que los bárbaros a la Trump ganen la mano montados sobre los votos de los postergados, se hace necesario considerar un New New Deal. También en nuestros países. Y eso es un desafío gigantesco para las actuales elites políticas y empresariales latinoamericanas.
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