En el patio de la casa de Carmen Carcelén (Ibarra, Ecuador, 1971) se apilan sillas blancas de plástico, colchones y se escucha, al fondo, una tele de plasma encendida, que retransmite una serie de dibujos animados. De una de esas paredes, de cemento repellado, cuelgan las nueve reglas de la Casa de Acogida Juncal, en la que se puede leer: “Sea agradecido, esta casa es de una familia que deseo (sic) abrir las puertas para recibirlo a usted”.
“He tenido que regresar a mi propio pasado para entender por qué hago todo esto”, explica Carcelén emocionada, sentada en su salón, al que se llega cruzando la cocina industrial, ubicada en la primera planta de una casa de tres pisos, que ha acondicionado para dar de comer a todo el que aparece con hambre. Cuando apenas tenía 10 años, su padre, un mayorista adinerado, pero con serios problemas con el alcohol, le tiró su ropa a la carretera y la echó de casa. Ya antes, desde los cinco, le había dejado marcada con varias cicatrices en su cuerpo, que señala en su brazo y en su garganta, mientras hace memoria de esos días. Decidió que no volvería y que buscaría la casa de su hermano caminando. “Y dormí en la calle, en un parque, porque era muy niña y no encontré bien la dirección. Nadie me ayudó y por eso siempre estoy retrocediendo en el tiempo y hago lo que la gente no hizo por mí. Esa es mi lógica”, reflexiona.
Carcelén, que viaja casi todos los días al mercado de Ipiales, menos los jueves y domingos, para poder vender la mercancía y así tener dinero para poder vivir y mantener su centro de acogida, confiesa que llora mucho por ver tanto abandono al ser humano. “Es lo mejor que pude hacer en mis años”, dice al referirse a su albergue, que ahora centra su vida.
“Somos un gran equipo”, explica orgullosa de su familia. Esta mujer afrodescendiente, de voz enérgica y mirada profunda, tiene ocho hijos: seis varones, todos ellos biológicos, y dos hijas adoptadas, de quienes se hizo cargo tras la muerte de sus respectivas madres. Cada uno de ellos, que van desde los 30 años a los 12, tiene asignada una tarea en la casa: cocinar, lavar platos, hacer el registro de los visitantes nuevos… “Yo no tengo cocinera, ni lavandera, así que ellos incluso se encargan de llevarlos al médico, si hay alguien que viene lastimado, o de buscarles ropa, zapatos… Si me voy, sé que no tengo de qué preocuparme. Me saco el sombrero de lo que hacen”.
En sus instalaciones ha llegado a acoger a 500 personas en un solo día para comer y hasta 138 para dormir
El secreto para que su vivienda siga siendo un lugar de paz, como explica Carcelén, es el cumplimiento estricto de las normas: prohibidas las armas, el consumo de drogas y las peleas. “En mi casa no se califica ni se clasifica, y que igual se da un plato de comida al bueno y al malo. Yo no soy Dios para juzgarlos”, asegura a la par que lamenta que en algún momento de estos cuatro años recibió acusaciones de líderes políticos de la región de que utilizaba el lugar como tapadera para la trata de personas o el tráfico de estupefacientes.
Carcelén, que forma parte del coro de la iglesia y que tiene profundas convicciones religiosas, disfruta con el contacto continuo y hablando con los “caminantes” que llegan a su puerta y explica que les cuenta la historia de los primeros “migrantes” en la tierra, que fueron José y María, que no recibieron posada. “Puede que al 70% de Venezuela no se les pueda ya ayudar, pero hay un 30%, que son estos niños y hombres que llegan aquí andando, que sí se pueden salvar, que son la esperanza de ese 70%”.
Fuente: El País, España