Crisis en Venezuela | «Se va la luz y los equipos no tienen baterías»

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«Por las tardes a veces se va la luz, y los que dependemos del aparato [para respirar] estamos a la suerte que el personal resuelva. Los equipos no tienen sus baterías».

«Aquí no siempre alcanza la medicina para todos, por eso pregunté para que me las compren. A mí casi no me las dan aquí».

Jaime describía así en cartas a las que BBC Mundo tuvo acceso cómo fueron las más de dos semanas que pasó en el hospital Victorino Santaella de la ciudad de los Teques, cerca de Caracas, hasta que murió por covid-19 el 25 de marzo.

Tenía 45 años, era administrador y dejó dos hijos, de 13 y 5 años.

Las cartas con las que se comunicaba con su familia, que no pudo verlo durante los 16 días que pasó internado y que pidió no revelar el apellido del fallecido, reflejan el estado de algunos hospitales públicos en un país azotado desde hace años por una grave crisis económica.

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En sus apuntes, a veces desordenados, Jaime no sólo denunciaba fallas en la infraestructura, sino también una práctica habitual: pacientes cuyos familiares deben aportar insumos, alimentos y hasta medicinas.

Esta situación se agrava ahora que Venezuela vive el peor momento de la pandemia, con hospitales saturados por el creciente número de casos y con muchas personas que prefieren por ello seguir el tratamiento desde casa.

Ante esta denuncia, BBC Mundo intentó hablar con el director del Hospital Victorino Santaella y con un vocero del Ministerio de Salud, pero hasta el momento de la publicación de este artículo no obtuvo respuesta de ninguna de las partes.

La enfermedad y el ingreso
Jaime vivía en el estado de La Guaira, a 56 kilómetros de la ciudad donde fue hospitalizado.

Comenzó con síntomas el 4 de marzo: dolor de cabeza, fiebre y debilidad. Llamó a su tía, médico internista que reside en la ciudad de Los Teques.

La doctora le dijo que se hiciera unos exámenes médicos. Dio positivo por covid-19 y ella comenzó a asistirlo vía telefónica porque no tenía cómo trasladarse para examinarlo en casa.

A los pocos días de iniciar tratamiento en su residencia, la esposa de Jaime avisó a sus parientes que había comenzado a tener dificultad para respirar. La tía pagó un taxi para ir a verlo. La saturación de oxígeno la tenía en 84, muy por debajo de los límites normales.

Había que ingresarlo de emergencia en un centro público.

La doctora no tenía ningún contacto médico en el estado de La Guaira y tomó la decisión de llevarlo al Hospital Victorino Santaella de Los Teques, donde ella había trabajado años atrás.

El ingreso no fue fácil. Logró encontrar una cama en emergencias a través de un amigo. El lugar estaba colapsado por el aumento de casos en Caracas y la región próxima a la capital.

Una vez ingresado, la familia comenzó a hacerse cargo de las necesidades de Jaime.

Se turnaban para llevarle tres comidas al día, artículos de higiene personal y ropa limpia. También decidieron dejarle un cuaderno y un bolígrafo para comunicarse con él.

El personal de salud les había dicho a los familiares que era mejor no dejar el teléfono celular porque podía perderse.

Un guardia de seguridad ejercía de intermediario entre Jaime y su familia, y hacía posible el intercambio de cartas y la llegada de alimentos e insumos.

Con la poca fuerza que tenía, Jaime comenzó a relatar sus vivencias a la familia y a comunicarse por escrito con los médicos.

En algunas de las cartas a su familia vistas por BBC Mundo se quejaba incluso de que no le daban tratamiento.

«Habla con doctores para saber qué más comprar: antibióticos, esteroides, vitamina C, Centrum. Todos los días Dexametasona. Si no lo compro, no me lo ponen».

«Aquí no siempre alcanza la medicina para todos, por eso pregunté para que me las compren. A mí casi no me las dan aquí. Se las dan solo sus amistades y a quien le mojan bien la mano[sobornan]. Son pocas las enfermeras para tantos, y pocas con calidad humana. Hablen con los doctores para saber qué más hay que comprar. Esteroides y antibióticos no me las dan si yo no las compro».

También denunciaba que no le hacían exámenes médicos y que los que llevó desaparecieron.

«Yo traje una de casa [placa de tórax], con resonancia, y la perdí aquí».

«Requiero un pote de boca ancha para orinar»
En sus últimas correspondencias preguntaba a su tía si les estaban dando a ellos el parte médico diario, porque él mismo no sabía nada sobre su estado de salud.

A los parientes solo les informaban sobre la saturación de oxígeno, dice a BBC Mundo Vivian, tía del fallecido.

«Tía, anoche tuve problemas de ansiedad, aceleración del corazón y falta de oxígeno, porque estoy pegado con tirro [cinta adhesiva] a la manguera del punto de la pared, y le falta un acople. El tirro resuelve por un rato, pero es tanta la presión de oxígeno que es difícil encontrar la válvula».

El suministro de oxígeno además estaba comprometido porque había fallas eléctricas. Su familia se dio cuenta, una vez que murió Jaime, de que el hospital tenía problemas de suministro de electricidad.

El paciente alertó varias veces sobre esos problemas al personal médico, según se lee en las cartas.

«Mosca [Atención] con falla eléctrica de hoy, Por fa».

Jaime también pedía comida extra a sus familiares para el personal de salud.

«Siempre pongan unas galleticas, yuca o jugo de más, con eso premio al personal».

Y no sólo alimentos.

«Requiero un pote de boca ancha para orinar. Lo estoy haciendo en pote de agua mineral pero su boca es muy finita».

«Las mazmorras»
Jaime, que en alguna de las cartas elogiaba al personal médico, estuvo cinco días en el sótano de emergencias, al que se refería como «las mazmorras». Y contaba a sus allegados que no lograba que lo subieran a planta.

Los últimos 11 días de su vida los pasó en el piso 9 del hospital, un lugar que fue habilitado como terapia intensiva.

Allí narró las malas condiciones del área y el traslado que desde el sótano le hicieron por la escalera, porque el ascensor del hospital no funcionaba.

Cartas
«Hola familia. Desde anoche estoy en UT Intensiva (piso 9), no estaba oxigenando mi sangre a pesar que días antes había recuperado algo de fuerzas, decaí y más después de un tratamiento (creo que solución con sulfato de algo). Eso me tumbó, sin contar la insalubridad, y la habitación inundada por todos lados»

A través de su cuaderno de notas, Jaime también se comunicaba con médicos y personal de salud.

«Con todo respeto, doctor, amanezco más débil que ayer. Tengo los labios rotos del frío y poca capacidad de movilidad (…) Anoche no dormí ni minutos, como días anteriores, solo me dediqué a luchar con lo helado del clima y el chorro exagerado de aire en la mascarilla».

«Doctores, si es posible que me provean dos pedazos de gasas, uno seco y otro húmedo para ablandar costras y poder descongestionar fosas nasales. Sé que todo está escaso».

«¿Qué debo mejorar para ayudarlos en el tratamiento? ¿Es viable limpiar fosas nasales?»

«Recomendación para sentarme ya que me duele todo: coxis, glúteos, piernas, caderas, hemorroides».

«¿Es viable limpiar fosas nasales para mejorar fluidez de aire? Lo he hecho pero el sangrado y ronchas [llagas] son incómodas».

«No me siento culpable, pero…»
La tía de Jaime aún no puede creer que su sobrino esté muerto.

«Cuando leía lo que escribía, al principio tenía mucha rabia», le dice a BBC Mundo.

«El hospital no tiene la capacidad de infraestructura, improvisaron el piso 9 como área de terapia intensiva y además tienen una falta de personal importante», denuncia.

También se queja de que no le dieran a su sobrino el antiviral Remdesivir, utilizado en el tratamiento contra la covid-19 aunque su eficacia no está probada.

La familia de Jaime.
La tía de Jaime cree que su sobrino podría haber tenido mejor posibilidades si se hubiera tratado en casa.

«Después fue que nos dimos cuenta de que en este sistema de salud es imposible que le pongan esas ampollas que valen US$100 cada una. Pero yo me pregunto por qué no me lo dijeron, hubiésemos hecho lo imposible como familia para comprarlo. Por lo menos no tendríamos esa sensación de que no hicimos nada cuando pudimos haberlo hecho».

Vivian dice que también se enteró muy tarde de que en el centro no tenían cómo hacer químicas sanguíneas. Afirma que pagaron a un laboratorio privado para que fuera a tomar la muestra, pero ya era muy tarde: su sobrino murió cuando se conocieron los resultados.

«No me siento culpable, pero yo fui la persona que se lo trajo al hospital, confiando en que le iban a cumplir un tratamiento, porque siempre me decían que le estaban haciendo todo, y al final resultó mentira».

Fuente: BBC Mundo