Fidel, una parte de nosotros

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Fidel Castro, quien murió el viernes, es como Casablanca (la película) o la Torre Eiffel. Estos son entes que, como dijera Roland Barthes, figuran tan centralmente en nuestro imaginario que poco podemos decir sobre ellos. Fidel es así. Sus frases son tan integrales a nuestro concepto de lo que es ser revolucionario que parecería no haber una perspectiva desde la cual evaluar su pensamiento. Sin embargo debemos hacer un esfuerzo y tratar de desentrañar lo que Fidel y su legado significan hoy día.

Me atrevo a opinar que la calidad de Fidel que se hace más necesaria en nuestro tiempo, precisamente porque carecen de ella nuestros líderes, es la capacidad de ver más allá del horizonte de lo que hay. La política actual está totalmente determinada por el equilibrio de fuerzas y por los dictados económicos. Y precisamente porque él no fue así, porque Fidel no se plegó al mundo que se encontró, algunas personas lo califican de quijotesco. Pero el problema de hoy es precisamente un exceso de Sancho Panzas con su política del estómago (con todo mi cariño por el afable personaje de Cervantes).

En 1956, después de que los 82 revolucionarios de la expedición del Granma fueran reducidos a una docena por un ataque aéreo, los maltrechos supervivientes se reunieron alrededor de Fidel y le preguntaron qué hacer. Él dijo: ¡Ahora ganaremos la guerra! Hoy en día la mayoría de los líderes que conocemos dirían: ¡Vamos a negociar y generaremos un spin mediático sobre la cuestión del bombardeo y también sobre la negociación! Puede llamarse simple audacia por parte de Fidel, pero la cuestión va más allá. Lo importante es que las expresiones y proyecciones de Fidel eran (si no siempre, casi siempre) chispas que incendiaron la pradera porque conectaron con las esperanzas y las necesidades del pueblo.

Otra cualidad de Fidel que es sumamente relevante, precisamente porque corre el riesgo de desaparecer de la escena política, es su constante aspiración por lo universal. El socialismo –y la emancipación humana en general– constituye, en sí mismo, un proyecto universal. Evidentemente esto no significa que el proyecto haya nacido en un lugar del mundo y que el resto deba plegarse, ni que el socialismo implique homogeneidad y conformismo. En absoluto. Lo que argumento aquí es que es universalmente humano querer tomar el control de nuestro destino colectivo y orientarlo hacia la justicia y la igualdad.

Fidel fue, desde el principio hasta el final, leal a esta idea. En su forma de pensar y en sus acciones no hay rastro de espíritu particularista, ni de chovinismo, ni de venganza. La política, dijo el Comandante, es el arte de sumar fuerzas. Fue justo y generoso con sus adversarios y los que le conocieron manifestaron que siempre sacó a flote lo mejor de todos. Al final de su vida esta preocupación (sobre lo universal) se tradujo en una reflexión permanente sobre el destino común de la humanidad y del medio ambiente.

El compromiso con una perspectiva universalista es hoy día fundamental precisamente por su precariedad. Se plantea que el concepto de justicia universal nació en Egipto y reapareció en la Grecia antigua y en la civilización helenística; hoy esta visión permanece latente en muchas perspectivas religiosas como el islam o el cristianismo. Sin embargo, en el presente asistimos a un crescendo de particularismos tan ensordecedor –el eurocentrismo y sus reflejos invertidos, y también los muchos fundamentalismos–, que se van cerrando los espacios para un proyecto compartido por toda la humanidad. Esta situación nos obliga a profundizar en el estudio del pensamiento de Fidel, afortunadamente recogido en un amplio cuerpo de escritos y entrevistas que nos deben orientar.

Desde la perspectiva de nuestro presente, el mayor defecto de Fidel podría ser su interés limitado (o por lo menos tardío) en las instituciones y prácticas democráticas. Sobre esta cuestión no logró superar, como lo hiciera en relación a las mencionadas anteriormente, los límites de su momento. Desde la década de 1930 y hasta la década de 1970, los socialistas subestimaron la importancia de la democracia. No comprendieron que la democracia es esencial en relación al tipo de control (y poder) que el socialismo debe ejercer sobre la economía y la vida cotidiana, y no meramente como condición de un socialismo «bonito» o «humano», sino como el sine qua non del socialismo. El socialismo, como dijo Hugo Chávez en tantas ocasiones, es democracia en lo económico.

Decir esto no implica que Fidel fuera antidemocrático, o que fuera menos democrático que otros líderes (socialistas o no) de su tiempo. Hay que reconocer que Fidel escuchó cuidadosamente al pueblo, y desde el principio estableció espontáneamente una relación dialéctica con las masas. Sin embargo, el líder cubano fue producto de su tiempo en este sentido: los socialistas de aquel entonces –no sólo los líderes sino también las bases– tuvieron sus ojos puestos en otros ideales y en otros objetivos.

Pese a lo que por estas fechas se escribe, sin duda alguna con las mejores intenciones, la historia no ha absuelto a Fidel ni nos podrá absolver a nosotros. Y es que la historia permanece abierta y el espíritu de emancipación nos dicta que debemos siempre asumir activamente la creación de nuestro futuro. En este proyecto Fidel marcha con nosotros. Fidel no es un personaje del pasado, sino que es parte de nosotros y de nuestro accionar. Es una figura clave que nos enseñó cómo ser revolucionarios y que nos legó una gran parte de nuestra querida, y por supuesto criticable, gramática de la acción.

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