[ad_1]
Clarín
Buenos Aires, 27 de noviembre de 2016
Por Loris Zanatta
(Clarín. Argentina)-. “Con Fidel Castro se va el último rey católico. Vivió mucho, y aun más habló. Además de vivirla, su vida la ha narrado; ha intentato plasmar tanto su historia como su memoria: en discursos en cadena, manifestaciones callejeras, libros y entrevistas. Repetitivo y obsesivo, no desdeñaba la manipulación. Conocía el dicho de Goebbels: una mentira repetida, se convertirá en realidad. Siempre juró que Cuba no torturaba, había eliminado el racismo, no entrenaba guerrilleros. Y así sucesivamente. Era falso, pero los devotos le creían y le creen. Los devotos, precisamente, la fe: Fidel Castro pasará a la historia como uno de los grandes líderes carismáticos producidos por el siglo XX, epoca de transición desde el mundo religioso al mundo secular. Fundador de una religión secular, impuesta como religión de estado en Cuba, Castro fue Rey y Pontífice: todo en él emanaba dogmatismo ético, cada palabra era apostolado de su doctrina, juicio sobre el bien y el mal, lucha épica entre el apocalipsis y la redención.
Guerra, lucha: estas fueron las palabras que dominaban su lenguaje. A diferencia de otros Pontífices, sin embargo, Castro pudo crear a su imagen y semejanza la sociedad que deseaba, la Jerusalén donde el pueblo elegido encontraría la salvación de los males contra los que combatía: individualismo, egoísmo, consumismo, indisciplina, juego, sexo, drogas. Sus letanías contra el vicio parecían cartas pastorales. Su popularidad se debe precisamente a esto: a su capacidad de interpretar, con más cultura e histrionismo de cualquier otro, el rol de Savonarola de nuestro tiempo, de gran moralista en la guerra contra la civilización occidental, la democracia liberal, la economía capitalista. Esto lo transformó en mito, alimentado por ejércitos de devotos más por lo que representaba que por lo que era. El precio lo pagaron los cubanos. Su Jerusalén, de hecho, es un fracaso histórico, una reducción jesuítica autárquica y espartana que produce ineficiencia y pobreza, privilegios y autoritarismo; donde la otra cara de la imposición desde la primera infancia de los valores revolucionarios es la supresión de la disidencia, de los espíritus libres, de todo lo que evoca originalidad, creatividad, belleza, ascenso social. Pocos devotos de Castro que viven en las sociedades occidentales soportaría la vida del cubano de a pié.
Para entender a Castro, sería incorrecto partir de los clásicos del marxismo. Las raíces del joven Fidel están en las de su brusco padre, en la Galicia profunda, rural y católica en la que había nacido otro Caudillo. A partir de ahí, y de sus doce años en los colegios de la Compañía de Jesus, años de misa diaria, retiros espirituales, discursos falangistas y doctrina tomista, se formó la visión del mundo de Castro, el filtro a través del cual interpretó el legado esclavista e hispano del Oriente cubano, donde creció. Ni en la adolecscencia ni en la universidad, Fidel conoció dos cosas. La primera es el trabajo; financiado por su padre, Castro nunca trabajó, no se midió con los problemas del hombre común; la segunda es la tradición de la ilustración, la visión liberal del mundo.
Esta visión, su enemigo de toda la vida, le era ajena y hostil, como siempre lo había sido por la gran tradición antiluminista de la catolicidad hispana. En este contexto, el descubrimiento del marxismo y la fe con que lo abrazó, no tenían nada de extraño: una entera generación de católicos latinoamericanos pasó entonces de la utopía fascista a la comunista. Para ella, el comunismo era una herejía cristiana, el desarrollo coherente de los preceptos evangélicos. Así describió Cuba en los años 60 Leopoldo Marechal: la sociedad más cercana al ideal evangélico.
Astuto e inteligente, impetuoso y megolamane, Fidel no hubiera admitido orígenes similares. El comunismo era el futuro, estaba seguro; la historia tenía leyes y las leyes de la historia la empujaban hacia el comunismo. Su misión era, por tanto, providencial y él era un Mesías. Tal era el espíritu que transmitió a los cubanos en los loco años 60, cuando todo parecía posible. Apostó así a la liberación de las fuerzas productivas: Cuba se convertiría en el país más rico del mundo, prometió. Mientras tanto, impuso su pedagogia de sacristía y mientras muchos revolucionarios lo celebraban como un libertador, él enviaba al gulag a los homosexuales o a quién tocara los Rolling Stones. Pero más que subir al cielo, Cuba se sumió en el caos y la miseria. Las famosa zafra de 10 millones de toneladas de 1970 fue un fracaso rotundo al que todo había sido sacrificado. Un gobierno normal habría renunciado. Pero un rey católico no renuncia.
Un sacerdote nicaragüense llegó a la isla y se iluminó: aquí todo el mundo es pobre; reina el Evangelio. La revolución había terminado: el sueño de la prosperidad cedió el paso a la administración de la pobreza y Castro se dedicó a la cruzada global contra Occidente. Nada como la obtusa política de agresión de Estados Unidos le regalaba la oportunidad. Así fue en los años 70: los subsidios soviéticos mantuvieron a flote la economía cubana y Castro recorrió el mundo y envió tropas en África; era el campeón del Tercer Mundo. Cuba era el Paraíso, me contó un médico que la visitó entonces. Tal vez, pero no para los cubanos, si un día en 1980, cuando Castro retiró la protección a una embajada donde se habían introducido a la fuerza algunos exiliados, media Cuba trató de meterse. La isla se vaciaría como una bañera donde se retira el tapón de no haberse entablado negociaciones con Washington. Fue el gran éxodo del Mariel.
Fue entonces, cuando volvía la democracia en América Latina y Gorbachov sacudía los cimientos del mundo comunista, que Fidel volvió a las raíces: la doctrina católica, dijo a Frei Betto, es en un 90% idéntica a los principios de la revolución. Tal era su ego de no admitir que las partes deberían invertirse, pero la sustancia no cambiaba: allí, en la matriz católica hispana, en la idea que subordina el individuo al todo, que en el pluralismo ve la amenaza a esa unidad orgánica, que aborrece la democracia liberal y el mercado, residía el alma de la revolución cubana.
De hecho pasó también Gorbachov, los que en Cuba habían confiado en él terminaron frente al paredón y todo continuó como era: empezaba otra cruzada, el período especial.Cerrado el grifo soviético, en los ’90 el Rey se encontró desnudo: la economía cubana era una plaga, la corrupción rampante, el nepotismo y los privilegios de la élite insoportables. Los cubanos padecían hambre, huían y morían por miles en el estrecho de la Florida, la deficiencia de vitamina causó epidemias; incluso la salud y la escuela, orgullos del régimen, cayeron en picada.
Pero Castro, el hombre que no sabía perder, regresó al antiguo argumento: al sacrificio seguirá la redención, al sufrimiento la gloria. Empezó a hablar de otras cosas: conmemoraba sus hechos históricos, alababa a los triunfos de la revolución de los cuales muy poco quedaba. Para salvarse, no le quedó otra posibilidad que abrir el país a los turistas y al capital extranjero. Temía el contagio de su pueblo puro, dijo varias veces, pero no había otra alternativa. Con la apertura volvieron los vicios que afirmaba haber desterrado e incluso un poco de la prosperidad; pero también la desigualdad: porqué algunos tenían dólares y otros no, familiares en el extranjero o no, porque había quién tenía amigos en el partido y quién no conocía a nadie.
El mercado expulsado de la puerta volvió a entrar por la ventana. Sin embargo, ya que en teoría no era admitido, todos trataron a escondidas de apretar de él hasta la última gota para salir adelante. Entre la realidad y la doctrina revolucionaria se abrió un abismo insalvable y la mayoría de los cubanos fue obligada a vivir fuera de la ley.Desde entonces, la historia de Cuba se ha arrastrado sobre esos rieles, prisionera del encanto de su monarca. Suena cínico, pero el título con que Libération ha anunciado la muerte de Fidel dió en el blanco: Murió demasiado tarde. Mientras tanto, sesenta años después de la revolución, muchos países que en ese momento tenían indicadores socioeconómicos peores de los cubanos, hoy la han distanciado: no sólo España, sino muchos de América Latina, como Chile y Costa Rica, que siendo triviales democracias liberales no atraen a devotos.
Hasta que el viejo patriarca se mantuvo alerta, Cuba siguió sus estados de ánimo: su ideal era básicamente el de una sociedad cristiana y lo siguió contra los vientos y las mareas, por duro, autoritario e ineficaz que fuera. Sólo cuando su fracaso se manifestaría, era posible desviar un poco, o cuando ordenaba la marcha atrás porque la apertura amenazaba infectar al pueblo: ese pueblo en cuyo nombre Fidel siempre habló y del que era tan diferente y distante; como un rey católico.
[ad_2]
fuente