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Humano como era, escuché decir a Fidel Castro que sufría de agruras y flatulencias.
Fue hace 28 años, durante la toma de posesión del presidente socialdemócrata Rodrigo Borja Cevallos en 1988 cuando pude conocer de primera mano al líder cubano Fidel Castro. El socialcristiano León Febres Cordero dejaba la posta en Ecuador después de 4 convulsos años.
¿Chico, pero que cosa más deliciosa, De qué fruta es esta bebida? Preguntó el comandante.
De tomate de árbol, los coseché esta mañana en mi finca. Sabía que te iba a gustar. Le respondió Oswaldo Guayasamín, el célebre pintor ecuatoriano, a quien le unía una amistad con Castro desde los primeros años de la revolución.
Esa sería la pauta de una larga conversación de temas gastronómicos, nada que ver con el ámbito de la política como se suponía debía ser un encuentro con él. Allí Castro dejó deslizar algunas de sus intimidades más mundanas, por citar entre ellas, algunas de sus debilidades al comer, aun cuando, algunos de sus bocados favoritos le causaran indigestión.
“Me gusta el puerco, la yuca y para beber, el jugo de guayaba y el de tamarindo. Aunque después tengo que correr al baño…”, confió Fidel en esa íntima y amena conversación en la que estaban a más de Guayasamín, su hermano Pablo Guayasamín, el escritor Pedro Jorge Vera, el arquitecto Alfredo Vera Arrata, el abogado Trajano Andrade Viteri, ministro y viceministro de Educación del gobierno entrante y yo.
No menos de 15 presidentes y jefes de gobierno del mundo asistieron a Quito a lo más que una ceremonia de investidura, parecía una cumbre de la Internacional Socialista, que estaba en boga en Europa y era bien acogida en América Latina en esa época. Allí estuvieron entre otros los presidentes de Argentina, Raúl Alfonsín; de Uruguay, Julio María Sanguinetti; de Cosca Rica Oscar Arias; de Colombia, Virgilio Barco; de Venezuela, Jaime Lusinchi; de Nicaragua, Daniel Ortega; de Portugal Mario Soares; el vicepresidente del gobierno español, Alfonso Guerra; el ex presidente venezolano, Carlos Andrés Pérez y el líder dominicano, Francisco Peña Gómez.
“Mi presencia en Quito es una muestra de la amistad e identificación latinoamericana ante la impotencia de aquellos que no quisieran vernos unidos”, declaró Castro al arribar a Ecuador.
La presencia de Castro acaparaba la atención como la de ningún otro mandatario. Durante los visita de tres días –entre el 10 y el 13 de agosto- a Ecuador, coincidió con su cumpleaños número 62. Fue en esa oportunidad que Guayasamín organizó en la sede de la fundación que lleva su nombre, una reunión para festejar el aniversario.
El comandante de la revolución cubana llevó a Quito una nutrida delegación de miembros del partido comunista, intelectuales y artistas, entre ellos la orquesta los Van Van, y una misión comercial que tenía como objetivo introducir en el país el ron Havana Club de 15 años de añejamiento. Lo recuerdo perfectamente.
Castro llegó a la fundación Guayasamín pasadas las ocho de la noche. La avanzada que coordinaba la logística de seguridad revisaba hasta los zapatos a los convidados al cumpleaños del comandante. Hortensia Bussi, la viuda de Salvador Allende, ni Michelle Miterrand, la esposa del presidente francés pudieron evitar la requisa.
Castro tenía un magnetismo arrollador. Su humanidad enfundada en su clásico traje verde oliva le daba una singular dimensión en medio de su propia fornida estatura, muy por encima del promedio de los demás. Todos querían estar a su lado, escucharlo, hacerle preguntas que él respondía a quemarropa, a veces algo arrebatado, en otras, con voz pausada y medida. Solía posar una de sus manos en el hombro de sus interlocutores, de la misma forma con la que un padre habla a sus hijos.
La visita del Castro a Ecuador en 1988, la segunda de otras dos que hiciera posteriormente, fue un acto de masas solo comparable a la muchedumbre que salió a recibir al Papa Juan Pablo II, quien había visitado el país tres años antes.
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