Una gran amigo del PRI

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No habían pasado ni unos minutos de conocerse la muerte del líder cubano y el presidente de México, Enrique Peña Nieto, escribió en su cuenta de Twitter: “Fidel Castro fue un amigo de México, promotor de una relación bilateral basada en el respeto, el diálogo y la solidaridad”.

Fue la rápida reacción de un priísta tradicional, del amigo de la Revolución, del hijo político que se crió bajo la creencia de que el levantamiento cubano era primo hermano del movimiento insurgente mexicano, tal y como se enseñaba en el colegio. En un mundo bipolar monopolizado por EE UU y la URSS, México y Cuba estaban hermanados por unos valores socialistas que tenían más de nostalgia y respeto estratégico que de vínculos reales.

Al fin y al cabo, de los ideales mexicanos se amamantó el movimiento barbudo y Fidel Castro encontró en México no solo la discreción clandestina que necesitaban para organizar su asalto a La Habana, sino el apoyo político que desde los años 60 le negó el resto del planeta.

Fidel Castro había llegado a México en 1955 después de ser amnistiado tras la frustrada toma del cuartel Moncada junto a su hermano Raúl. Estaba convencido de que la historia lo absolvería, pero quien lo hizo fue Fulgencio Batista. Acto seguido salió en un avión pequeño de dos motores, conocido como el lechero, porque necesitaba parar a repostar cada pocos aeropuertos.

“Nuestra idea era salir del país, viajar a México, porque en Cuba era una tradición desde las guerras de independencia. México era el país donde siempre se habían refugiado los revolucionarios cubanos”, cuenta Castro en sus memorias Fidel Castro Ruz, Guerrillero del tiempo (Katiuska Blanco Castiñeira, 2012). La primera tierra mexicana que pisó fue Mérida y de ahí a Veracruz, ciudad que dice le recordaba a La Habana por su arquitectura española.

Sin embargo, su obsesión era encontrarse cuanto antes con su hermano Raúl y el resto de cubanos que le esperaban en una casa de la colonia Tabacalera de la capital mexicana. Concretamente en la casa de María Antonia González, una cubana cuyo hermano había muerto torturado por Batista. En el número 49 de la calle José Emparán, una triste placa recuerda hoy el lugar donde Fidel y el Che se conocieron.

Desde aquí comenzaron a comprar armas y adquirieron un viejo barco, el Granma con el que meses más tarde saldrían desde Tuxpan hacia Cuba.

A partir de entonces comenzó una relación entre ambos países que se apoyó en razones pragmáticas a la hora de operar y manejar la democracia como una máscara para legitimar sus fines.

Desde que en 1959 triunfó la Revolución cubana hasta 1994, el PRI vio en Fidel un aliado estratégico y el líder cubano encontró en el Revolucionario Institucional un ente político robusto con el que mantener alejado a Estados Unidos. A pesar de las presiones de Washington fue histórica la votación de 1962 en la Organización de Estados Americanos (OEA) en la que México fue el único país que no apoyó la expulsión de la isla del organismo.

En la paradoja de una relación extraña, uno de los presidentes más neoliberales del PRI, Carlos Salinas de Gortari, entabló una buena amistad con Castro. Salinas recibió asilo en Cuba en 1995 cuando era acusado de ser el responsable de la crisis económica que atravesaba México. De hecho, ahí nació la primera hija de su segundo matrimonio.

El distanciamiento entre ambos países comenzó con la llegada de Ernesto Zedillo (1994-2000), quien criticó duramente la falta de Derechos Humanos y de libertades políticas en la isla durante la Cumbre Iberoamericana en La Habana en 1999.

Fue el fin del romance y del siglo XX revolucionario. Castro endureció sus críticas y lamentó que “los niños mexicanos conozcan más a Mickey Mouse que al cura Hidalgo”.

Con la llegada de Vicente Fox y el famoso “comes y te vas” fue el fin definitivo a un idilio que ni siquiera tuvo estilo ni clase para decirse adiós. El petróleo de Hugo Chávez había llegado al poder en Venezuela y el cariño de México resultaba prescindibles.

 

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