El futuro de Cuba tras la muerte de Fidel Castro

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El siglo XX ya es historia en Occidente. La
muerte de Fidel Castro
pone el punto final definitivo al epílogo tropical de una guerra fría absurda que en gran medida ya había quedado desactivada con el acuerdo de deshielo firmado hace dos años entre Raúl Castro y Barack Obama. Otra cosa son las consecuencias reales de la desaparición de quien cabe calificar al mismo tiempo de gran líder revolucionario, caudillo y dictador, fallecido más de diez años después de su apartamiento del poder diario a raíz de la grave enfermedad intestinal que a punto estuvo de acabar con él en el verano de 2006.

Es probable que a partir de ahora se desaten expectativas de todo tipo respecto a una posible aceleración de los cambios económicos que Raúl Castro viene impulsando desde 2008, y sobre todo en relación a una hipotética apertura política rumbo a la democracia pluripartidista. Calma. Las reformas económicas no tienen nada que ver con este óbito y sí con las perentorias necesidades financieras de la isla, así como con el provecho que las compañías estadounidenses, más algunas europeas, puedan obtener a cambio de invertir en Cuba bajo las por ahora draconianas, a menudo confusas y en general poco fiables condiciones impuestas por el régimen. A no olvidar un dato: Donald Trump puede ser un ultra de la política, pero sobre todo es un hombre de negocios.

En cuanto a una posible y deseable transformación política, ese terreno es aún más resbaladizo para la prospección y no digamos para los pronósticos que puedan hacerse desde el exterior. De entrada, Raúl Castro tiene prometido dejar el poder en 2018 para pasar el mando a una generación más joven, lo que por cierto ya iba tocando. El mejor colocado para la sucesión es el vicepresidente primero del Gobierno, el ingeniero de 56 años y destacado dirigente del Partido Comunista Miguel Díaz Canel. No hay que descartar, sin embargo, una lucha de poder en la que tanto los militares como la vieja guardia del partido pueden proponer otros nombres más acordes con sus intereses.

Cuba es en gran medida una república de privilegios en la que una legión de burócratas de empresas públicas y del propio PCC fían su su futuro, en cuanto a la pervivencia de sus prerrogativas, al mantenimiento del statu quo. Y he ahí el mayor obstáculo para el avance de toda reforma económica y política que quieran impulsar Raúl Castro, sus colaboradores y sus sucesores.

Es previsible que el exilio de Miami y el Gobierno de Estados Unidos incrementen a partir de ahora la presión a favor de un giro político en Cuba. Pero los isleños están mucho más preocupados por resolver su vida cotidiana que por armar una transición política. Hay obviamente una enorme demanda de libertad. Pero el trabajo por hacer en este sentido es ingente. Sobre todo por la inexistencia, hoy por hoy, de una oposión no ya organizada sino mínimamente articulada. La disidencia sigue demasiado fragmentada.

La absurda economía cubana continúa dependiendo demasiado de la maltrecha República Bolivariana de Venezuela, que es donde prestan sus servicios el 70% de los alrededor de 50.000 profesionales de sanidad (la mitad médicos y el resto asistentes de distintos grado) que proporcionan a Cuba su mayor fuente de ingresos en divisas: entre 7.000 y 9.000 millones de dólares anuales frente a, por ejemplo, los alrededor de 3.000 millones provenientes de un turismo internacional cada vez más pujante, eso sí, gracias al deshielo diplomático y económico pactado en diciembre de 2014 con Obama.

Al menos hasta hace un par de años -ahora todo esto es mas incierto-, la nación gobernada por Nicolás Maduro proporcionaba a Cuba más de 100.000 barriles diarios de petróleo en condiciones de bicoca, con los que además el Gobierno de los Castro hacía negocio al revender un 20% y obtener así más de 700 millones de dólares. Pero Venezuela no está para fiestas, y Castro lleva años diversificando sus relaciones comerciales con la vista puesta sobre todo en China, Rusia y determinados países europeos, sin dejar de estrecharlas con Canadá ni de mantenerlas con España.

El Gobierno del PP y las empresas españolas intentan no perder comba en la que se tiene por una relación de privilegio con Cuba. Pero el peso de Madrid en La Habana es muy inferior del que debería corresponderle, máxime teniendo en cuenta las facilidades otorgadas por Madrid a los cubanos descendientes de españoles para que puedan obtener la nacionalidad española (a través de le ley de nietos), así como las ayudas culturales y de cooperación que, pese a los recortes, España sigue brindando a la que hasta 1898 fue su provincia en ultramar.

Los funerales de Fidel Castro pueden contribuir al reinicio de unos contactos directos con Cuba en los que Felipe VI, el hijo del allí querido Rey Juan Carlos I, tal vez ayude a desencallar un diálogo abruptamente interrumpido por la posición común europea que José Maria Aznar instigó en 1996: una medida que La Habana siempre consideró como una inaceptable “injerencia” al entender que supedita las normales relaciones de la UE con Cuba a una transformación política y económica. El Consejo Europeo anulará esa posición común con carácter definitivo en los próximos días, pero las cicatrices que ha dejado en la interlocución con Madrid sigue abiertas.

Cuba sin Fidel Castro no será de momento muy diferente de la que venía siendo desde su retiro, hace diez años. Los once millones de habitantes de la isla tienen de sobra descontado este fallecimiento, por mucho que represente una conmoción general y que a unos les apene mientras a otros les deja más fríos.

América Latina pierde un puntal de su historia, la izquierda de todo el planeta despide a uno de sus máximos referentes desde los años cincuenta de la pasada centuria y el mundo dice adiós a uno de los líderes más enérgicos y controvertidos de los últimos tiempos. A un héroe o a un sátrapa; tal vez a ambos, pero en todo caso a un hombre que desde que embarcó en el yate Granma, justo hace ahora 60 años, es una leyenda.

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