El ex organizador de concursos de belleza, Edward Snowden y Billy Wilder

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¿Ordenará el presidente Trump secuestrar o matar a Edward Snowden cuando asuma el cargo? Todas las consideraciones prácticas dicen que sería contraproducente. Peor, vergonzoso. Sin embargo, el hombre que ama sorprender con la transparencia impulsiva de sus deseos y humores pavimenta ese camino. 
Lo hizo al nombrar al ex capitán del Séptimo Regimiento de Caballería, abogado y actual senador Mike Pompeo como director de la CIA. Decisión ominosa que anticipa un regreso con bombos y platillos (bombos y platillos secretos, valga la contradicción) de las acciones encubiertas por parte de la agencia de inteligencia. Acciones cuya tradición está entre las más oscuras de una república democrática. 
Puede asegurarse que será así, porque Pompeo pertenece al vasto linaje de personajes de la Historia capturados por lo que el psicoanalista Christopher Bollas llama el “Estado Fascista de la Mente”. No se trata de una maldición o herencia, cualquiera de nosotros puede integrarlo. Aparece cuando -por envidia, codicia, ansiedad, pánico y otras emociones- expulsamos de nuestras mentes la duda, la empatía, los múltiples puntos de vista, el reconocimiento de que el mundo es complejo.
Lo que queda es un paisaje de simpleza mental en el cual un dictador interior ha tomado el poder. Donde antes había diálogo e incerteza, por ende, reflexión; ahora hay slogans, órdenes de un catecismo o frases ideológicas de manual. Las cosas son blanco/negro. Un ejemplo: para Pompeo el islam no es una religión, sino una ideología (absolutamente mala y, por ende,  malos o estúpidos todos aquellos que la profesan). 
Pero eso no es todo. Bollas agrega otro componente: la disposición para ejercer la crueldad. Sin puntos de vista cruzados, en posesión de la verdad, todo aparece posible. La violencia y dominación sobre los “débiles” que dudan o cuestionan no sólo resulta obvia, es necesaria y disfrutable.
No extraña que Pompeo apoye la tortura y califique de “heróicos” a quienes la ejercieron en la CIA antes de la llegada de Obama al poder.
Como es natural, el nuevo titular de la agencia también divide al mundo entre leales y traidores. Sobre Edward Snowden, el funcionario de la NSA (National Security Agency) que reveló que esa agencia espiaba a todos los ciudadanos estadounidenses (además de a todos los líderes de los países aliados), dijo, en junio pasado, que “debería ser traído de Rusia y darle el debido proceso, y creo que el resultado apropiado sería que le dieran una sentencia de muerte por haber puesto amigos míos, amigos de ustedes, que sirven hoy en el ejército, con un riesgo enorme, debido a la información que robó y luego liberó a las potencias extranjeras”. 
La afirmación del nuevo jefe de la CIA es, lo que trae un mal augurio, falsa. No hay pruebas de que las acciones del disidente hayan matado a nadie. Y aunque en cierto momento, fuentes de inteligencia le adjudicaron responsabilidad indirecta en dos muertes, esto –luego- resultó no ser cierto. 
Pompeo no está solo al considerar a Snowden un traidor. “Este tipo es un tipo malo. Todavía hay una cosa llamada ejecución”, dijo el ahora presidente Trump durante la campaña sobre el técnico de vigilancia. Hoy no está entre las atribuciones presidenciales ordenar el asesinato de un ciudadano como lo es Snowden. Sólo podría hacerlo si se lo considerara un “combatiente enemigo”. No lo es. No obstante, existe un resquicio: en el caso de Anwar al-Aulaqi, líder (nacido en EE.UU.) de un grupo yihadista en Yemen, el memorándum que justificó ultimarlo con un drone, arguye que se trataba de una “contínua e inminente amenaza” de violencia contra Estados Unidos. 
Justamente, en una entrevista Trump dijo: «Creo que Snowden es una terrible amenaza, creo que es un traidor terrible, y sabes lo que solíamos hacer en los buenos tiempos cuando éramos un país fuerte, sabes lo que solíamos hacer con los traidores, ¿verdad?».
La conexión entre el regreso de la “fuerza” de América y la necesaria liquidación de Snowden no es racional. Y porque no lo es, es que será buscada con afán. Para hombres como Trump y Pompeo, Snowden es el espejo que necesita ser roto para alucinar el retorno de la grandeza, porque con su sola supervivencia el whistleblower les muestra la verdad más desagradable: la grandeza verdadera no se logra en la simpleza, ocurre en la complejidad.
En consistencia con lo anterior, Pompeo es de esa vieja escuela que tan bien conocemos en América Latina: la que dice que no se hace una tortilla sin quebrar muchos huevos. Así, es partidario de «aprobar una ley que restablezca la colección de todos los metadatos (de los ciudadanos de EE.UU.) y los combine con información financiera y de estilo de vida, públicamente disponibles, en una base de datos integrada y de búsqueda». Tal legislación, de no mediar una rebelión republicana, es apenas cosa de tiempo. Vigente, la sola existencia de Snowden será una denuncia tácita de la falsedad de su declarada pureza defensiva. En particular porque no se quedará callado.
Una manera de sacarlo del medio será pedirle a Vladimir Putin que lo expulse. El hombre del Kremlin no lo hará, a menos que Trump le ofrezca algo realmente más que valioso, algo que mejore su posición estratégica (y la de Rusia) a largo plazo. Sea como sea, Snowden está en peligro. 
Anticipaciones de este tipo pueden parecer exageradas. ¿Tanto debe temerse a un ex presentador de un reality show?, ¿a un elusor impositivo?, ¿a un ex organizador de concursos de belleza? Sí, sin duda. Y más. Fuerzas oscuras han comenzado a liberarse. Muchos lo descreen. Y aunque la Historia no se repite calcada, ayuda recordar, más o menos, lo que dijo el director de cine Billy Wilder de una situación parecida que tuvo lugar unos 80 años atrás: “Los pesimistas terminamos en Hollywood. Los optimistas en Auschwitz”. 

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La conexión entre el regreso de la “fuerza” de América y la necesaria liquidación de Snowden no es racional. Y porque no lo es, es que será buscada con afán. Para hombres como Trump y Pompeo, Snowden es el espejo que necesita ser roto para alucinar el retorno de la grandeza, porque con su sola supervivencia el whistleblower les muestra la verdad más desagradable: la grandeza verdadera no se logra en la simpleza, ocurre en la complejidad.
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