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Publicado en: Opinión
Bueno…, lo mejor que se puede decir de los primeros acuerdos de la mesa de diálogo es que son bastante decepcionantes. Pero arrancarle algún compromiso delante de mediadores internacionales a una tiranía cuya única política de estado exitosa ha sido el uso tramposo del lenguaje, no es poca cosa.
Como el lenguaje patina de esta manera tan desesperante, la única parte negociante tiene que estar recriminándose públicamente que los desesperados venezolanos no aceptemos como bueno sólo lo que es posible. Otros lados de eso que llamamos “la oposición”, como si se tratara de un campo homogéneo, sacan provecho de la circunstancia diciéndole a la desesperación lo que quiere oír. A ellos, sin embargo, no les dedicaré más que esta línea.
Los que sí se ocupan y se preocupan de que esto tenga una salida política tratan de comunicar algo, pero no lo logran. Y si tomamos en cuenta que el secretario general de la MUD es un periodista, conocido no precisamente por su incapacidad comunicativa, y que hay todo un aparato de comunicación alternativo que logra burlar, con alguna eficacia, al ministerio de la verdad, hay que mirar un poco más de cerca qué es lo que aparece como ese síntoma que llaman “deficiencia en la comunicación”.
Jacques Lacan, el psicoanalista más importante después del fundador de la disciplina, definía la comunicación como un proceso en el cual el emisor recibe del receptor su propio mensaje invertido. Es el principio por el cual opera el psicoanalista. Relatos de sueños, chistes, lapsus, olvidos o la incesante historiografía de una vida, son el material con el cual trabajamos cotidianamente. Tenemos la convicción probada de que no constituyen un simple traspié o “ruido”, sino la manera propia que tiene quien nos habla para decirnos lo que no se atreve a decirse a sí mismo. Nos servimos de esas formaciones del inconsciente, para encontrar la aguja en el mar de paja con el que el sujeto intenta entrampar a quien lo escucha para no saber nada sobre su deseo.
El principio que formula Lacan sostiene que la carga de la comunicación está en la interpretación de aquel que recibe el mensaje y no en la intención de quien lo emite. Es una ética severa de la palabra, no vale ningún “pero-yo-quise-decir”. Si lo que se escucha difiere de la intención de quien habla, quien debe revisarse es éste último, dado que el lenguaje no es la simple transmisión de una información; hay que suponer que quien escucha recibe el mensaje desde una posición muchas veces incalculable para quien habla. Pero además que quien habla no tiene muy clara la propia posición inconsciente desde la cual ejerce su propio uso de la palabra, que puede ser leída con más facilidad desde el lugar de quien escucha. Por eso quien habla debe tener en cuenta que no es el dueño de lo que dice y ni siquiera de lo que calla.
Este hecho radical de estructura sólo puede ser olvidado en virtud de ese uso cotidiano, degradado y repetitivo del lenguaje, que es un ejercicio de poder del yo sobre la parte de sí que no soporta. Es ejerciendo esta denegación neolingüística, muchas veces bajo la forma de un uso eufemístico rebuscado, que el sujeto puede conseguir su cometido de borrar nada más ni nada menos que lo que su propio deseo tiene para decirle. Por lo menos hasta que emerge alguna formación del inconsciente o se instala un síntoma, es decir, un sufrimiento de origen psíquico con el cual no sabe qué hacer.
¿Pero qué pasa en el ámbito político contemporáneo, donde el receptor está fragmentado en polarizaciones contingentes? ¿Qué mensaje invertido puede recibir el emisor cuando algo se le devuelve desde esta “opinión pública” que se comporta como un fractal?
Si la “deficiencia en la comunicación” de la MUD es un síntoma, y sin duda podemos decir que produce desesperación y agudiza el sufrimiento que padecemos, se trataría de interpretarlo. ¿Qué es este hastío rabioso del cual da muestras el receptor del discurso político? ¿Por qué empeora dicho síntoma conforme mejora la calidad del discurso político?
Seguramente, la “deficiencia en la comunicación” es síntoma de la propia debilidad de la posición y de las divisiones en el seno de “la oposición; de lo evanescente de las lealtades de la clientela en la política contemporánea; de la igualación por lo bajo que ejerce el efecto masa sobre el individuo; de la fuerza que la mercadotecnia ha cobrado sobre el discurso político; del inmediatismo de las redes sociales; de la domesticación de las fuerzas vitales del deseo mediante su equivalencia con la necesidad y con la reivindicación de un derecho.
Pero también es el síntoma de que las personas tienen ganas de decir cosas y de que se las escuche. De que la época en la cual se suponía que una dirigencia sabía lo que era mejor y todos los demás tenían que aceptarlo y obedecer se acabó.
Todos estos los ingredientes contribuyeron a entronizar por aclamación una nueva clase de amo en nuestro país, que con perplejidad vemos ahora pavonearse por los escenarios de las democracias más establecidas y rearmando los restos de los emporios totalitarios detrás de la demolida cortina de hierro. Pero estos ingredientes también contienen el germen de los medios que nos podemos dar para salir de esta catástrofe.
La “deficiencia en la comunicación” puede ser entonces el síntoma de una nueva forma de satisfacción que consiste en romper la forma política cualquiera que esta sea, y al mismo tiempo de una nueva forma de satisfacción para la cual las formas políticas no están hechas y por lo tanto tendrán que repensarse.
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