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En el vocabulario de la “revolución” se ha entronizado una desconocida palabra, ahora convertida en fetiche, anatema o sacrilegio, razón de ser de la acción de del Gobierno contra la Asamblea: ¡Desacato!.
Al reiterado argumento del “golpismo”, “traición a la patria”, “conspiración”, ahora se esgrime el “desacato” como último alegato que pretende cubrir cualquier arbitrariedad.
La religión “bolivarista” ha encontrado la piedra angular o el pecado original que explica la persecución, los juicios y la condena de la representación “popular”.
El problema está en que nadie se ha preguntado ni ha respondido qué se entiende por desacato, pero esto pareciera no importar ya que es el dogma supremo y misterioso que liquida el adversario.
Sin embargo, para sorpresa tal vez de muchos, hay que decir que la palabra carece del sentido que se pretende. Cabe aquí la profunda reflexión y el agudo cuestionamiento: ¿con qué se come eso?.
Desacata quien no cumple una orden o un mandato o quien no sigue los dictados de las normas, pero no significa ello que todo incumplimiento pueda ser sancionado y, mucho menos, que esa sanción se concrete en la amenaza de pena del pretendido “desacato”.
Para no continuar con inútiles digresiones, se impone observar que la simple expresión de haber incurrido en desacato, salvo en circunstancias específicas, no es delito, ni ilícito administrativo y, ni siquiera, pecado.
Solo es delito y ello no parece susceptible de interpretación por parte de la Sala Constitucional -a pesar de todos los esfuerzos por torcer el derecho- aquella conducta que aparece prevista en la ley, salvo que impongamos en su lugar la máxima del nacionalsocialismo de que es delito cualquier hecho que merezca sanción por ser contrario al sano sentimiento del pueblo, interpretado por el poder.
Si lo afirmado es cierto y sobre ello no hay controversia, solo cabe considerar punible “el incumplimiento de un mandamiento de amparo”, en sentido estricto, según lo establece el artículo 31 de la Ley de Amparo, delito que la Sala Constitucional convirtió, sin más, en “ilícito judicial constitucional” para “mandar presos” y destituir a los alcaldes Scarano y Ceballos.
Aparte de este desacato que no se da ante una medida cautelar como la acordada en el caso de los diputados “desproclamados” de Amazonas –indiscutible exabrupto jurídico-, solo existe el desacato administrativo de la Ley del Tribunal Supremo de Justicia (Art. 122), sancionado con multa y, sin que se denomine desacato, una “falta”, no delito, de desobediencia genérica a la autoridad “competente” (Art. 483 del Código Penal), con una sanción de arresto de 5 a 30 días.
Por lo tanto, carece de todo sentido hablar de desacato de la Asamblea a la Sala Constitucional y pretender fundamentar su desconocimiento en tal exabrupto jurídico. Pero además, si se hubiese dado este resultaría excluido cuando se trate de un mandato de imposible ejecución o nulo por usurpación de autoridad (Art. 138 de la Constitución).
En definitiva, no existe desacato alguno de la Asamblea. Se trata de una invención desafortunada, de grosero error jurídico, herejía inventada para justificar un verdadero atropello a la Constitución.
Cabe aquí recordar, una vez más, que en el año 2007, la Asamblea, ante una decisión de la Sala Constitucional que modificó un artículo aprobado por el Poder Legislativo, declaró nula y sin efecto jurídico la sentencia dictada y se calificó como delictiva la conducta del tribunal por considerar que la sentencia jamás debió existir y que merecían cárcel los magistrados porque “allí había un delito”.
Finalmente, como contrapartida al desacato, llegamos al absurdo del acatamiento a decisiones judiciales carentes de todo sentido, como es el caso del CNE, abiertamente constitutivas de violaciones a los derechos políticos consagrados en la Constitución, expresiones evidentes de atropello a la ley usurpación de autoridad y abuso de funciones que hacen nulas y sin efecto alguno esos dictámenes, por los demás “cautelares” o “provisionales”, esto es, orientados a “garantizar un proceso justo” que brilla por su ausencia.
Sin duda, de la época de la vigencia del Estado de Derecho, no hemos retrocedido al “ojo por ojo y diente por diente”, sino al estadio más primitivo de la venganza privada, sin derecho y sin justicia. Sin respeto a los derechos humanos y sin garantía de separación de poderes, no hay Constitución.
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