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Publicado en: Opinión
Hace ya unos cuantos años escuché un relato sobre los pescadores, por los lados de oriente (Carúpano), quienes al irse de campaña para pescar en alta mar, de dos a cuatro meses, solían realizar una especie de rito, según el cual debían pegarle a sus compañeras.
La noche anterior a la partida, en la intimidad, el hombre iniciaba una zurra a su mujer, dándole nalgadas y dejando sus marcas en la piel de la amada. Quizá sea por eso aquel viejo dicho, según el cual “a la carupanera le gusta que le peguen”
-Pero eso es una locura. Recuerdo que le dije a mi amigo, Ángel, mientras veíamos caer la tarde en el malecón de Juan Griego, y las mujeres, arremolinadas y nerviosas, dejaban perder sus miradas en el horizonte, oteando el atardecer, esperando a sus amados pescadores.
-Son esas mismas mujeres, Juan. –Esas creencias y prácticas vienen de las culturas mediterráneas. –Los pescadores portugueses, cuando van a su campaña al norte, en busca del bacalao, practican la zurra en sus mujeres. Les marcan el cuerpo a golpe limpio. Les dan por las nalgas, en los muslos y les dejan mordiscos en el cuello y brazos.
Así, mientras pasan los días y semanas y la ausencia se siente en la intimidad, ellas se miran las marcas y el recuerdo y el deseo se avivan. Es lo que concluye esta ancestral práctica.
Pero hoy, con los desarrollos tecnológicos, apenas sales media hora ya te ubican por una pantalla, y puedes escuchar y ver la imagen que deseas. Esas viejas prácticas han desaparecido o acaso, se han tergiversado y terminado en una clara muestra de violencia hacia la mujer. Eso llamado ahora, violencia de género.
Ciertamente que es antinatural y contrario a los principios de la vida en pareja, la violencia desatada e incontrolada que ejerce el hombre sobre su igual. Sin embargo, quiero dejar entre mis lectores otra mirada sobre este tema, referido a la violencia ejercida por la mujer y la sociedad, sobre el hombre.
Es extremadamente raro que en nuestra sociedad venezolana a un hombre se le ocurra acudir a la jefatura para denunciar a su mujer, porque esta le dio unos golpes, lo amenazó con un arma o le injurió, ofendió, o simplemente, ejerció violencia verbal sobre su persona.
Como mínimo se escucharían sonrisas, murmullos y gestos de burla en la jefatura policial contra el ofendido hombre.
La violencia de género no es exclusivamente aquella que ejerce el hombre contra la mujer ni tampoco está referida al maltrato físico, sea con golpes o uso de objetos materiales.
La violencia de género es también aquella ejercida por la mujer contra el hombre y también se refiere al uso de un lenguaje, generalmente obsceno, que vulnera la integridad moral de la persona.
El uso de lenguaje ofensivo, hiriente, con tono alto y cargado de agresividad, lesiona la condición humana del agredido, lo humilla hasta convertirlo en sujeto que pierde toda identidad humana, y en esa condición, es frágil para convertirse en una cosa que pueda ser desaparecida como “trapito de cocina”.
Si hablamos de maltrato hemos de admitir que, indudablemente, en nuestra sociedad existe la prevalencia de actos ejercidos en demasía por el hombre contra la mujer. Sin embargo, la violencia de la mujer sobre éste, que ciertamente existe, es ejercida más con el uso de lenguaje, palabras, gestos y modos de comportamiento, de ella contra él. Y lo delicado de esto es que esa violencia, diaria y continua, se acepta como parte de la cotidianidad ciudadana.
Este comportamiento de violencia del lenguaje parece ser parte de un tipo de mujer que se siente fortalecida, en la medida que ha incorporado a su lenguaje corporal –la típica cuaima tropical, que se siente “sobrada” y retadora- un repertorio de obscenidades en alta, clara, nítida y directa pronunciación –sin eufemismos- que son especie de escudos frente, tanto del hombre como del entorno social, sean instituciones del Estado, familiares y amigos.
Creo, tristemente, que la vida cívica y sobre manera, vivir en democracia, comportan un lenguaje acorde con ese sistema.
Si usted se dice demócrata, cívico, de mentalidad abierta para aceptar al Otro diferente, entienda que uno de los principios de la civilidad es mostrar, en la cotidianidad de su vida, tanto privada como pública, un lenguaje verbal y corporal que propendan a enriquecer la condición humana, de usted y de quienes comparten la experiencia de la vida.
Si desea que su entorno sociopolítico y familiar cambien. Comience usted por cambiar internamente. Asuma con valentía un cambio verdadero y atrévase a ser diferente. Sea cortés, amable y sobre todo, deje fluir su amorosidad, su venezolanía. Encuentre en su tradición cultural los miles de gestos amorosos donde mora (moral) el alma ancestral de eso que siempre hemos sido: venezolanos alegremente respetuosos y decentes.
(*) [email protected] TW @camilodeasis IG @camilodeasis1
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